La diputada electa Erika Hilton, en su oficina de campaña. LELA BELTRÃO

Erika Hilton quería celebrar fuera cual fuera el resultado. Mandó invitaciones a unas 60 personas para una gran fiesta en el Largo de Arouche, polo LGBT de São Paulo. Ni siquiera el resultado del ultraderechista Jair Bolsonaro, mucho mejor de lo esperado, empañó la celebración. “Olvidamos por unas horas ese sentimiento de angustia y seguimos festejando”, recuerda. Se fue a dormir a las 8.00 y despertó dos horas después para hablar con la prensa. Iba a ser una de las dos primeras diputadas trans en la historia de Brasil, el país más letal del mundo para este colectivo.

Han pasado apenas unos días desde la victoria y Hilton (29 años, Franco da Rocha) recibe a EL PAÍS en su oficina de campaña. Es una casita de ladrillo en el barrio italiano de São Paulo. En la planta baja, hay un par de editoriales alternativas y una asociación de capoeira. El sonido del berimbau y del pandero se cuela dentro del despacho, donde todavía reina una sensación de resaca electoral. Un colchón está arrimado contra un muro y hay restos de propaganda por todos lados. “Una travesti en Brasilia”, “nosotras estamos para brillar”, dicen las pegatinas.

La diputada electa no da señales de cansancio. Lleva un vestido negro ajustado y unas botas con plataforma. Las uñas dan el toque de color. “Es púrpura”, dice. “Bonito, ¿verdad?”. No se engañen: no hay nada de frívolo en Hilton. Durante la siguiente hora, la diputada electa, que también es negra, describe un panorama “devastador” por el auge de la ultraderecha y apunta a la necesidad de construir acuerdos con los conservadores para que Luiz Inácio Lula da Silva gane la segunda vuelta de las presidenciales. Habla de corrido, con frases largas sin dejar apenas pausas, como si tuviera muy claro a dónde se dirige.

La prensa se fijó en Hilton por primera vez en 2015. La empresa de autobuses que utilizaba para ir a la universidad se negaba a poner en su tarjeta de pasajero el “nombre social” que había escogido. En aquella época, Brasil todavía no tenía legislación al respecto y los transexuales no podían modificar sus documentos oficiales —eso cambió en 2016 durante la Presidencia de Dilma Rousseff—. Hilton no quiso aceptar la negativa y subió a la página web Change.org una petición pública que recibió miles de firmas en pocos días. La empresa terminó por cambiar de política. “Una transexual solita, sin recursos ni abogados, sin partido, sin nada, dobló a la empresa”, recuerda orgullosa.

Pese a esa primera victoria, la política oficial no le interesaba. La veía como una enemiga. Ella quería quemar banderas, romperlo todo. Hasta que un día cambió de parecer. “La ausencia de las trans no era una estrategia inteligente porque, mientras nosotras seguíamos avivando el fuego, gritando y ocupando las calles, ellos continuaban aprobando leyes que definían nuestro destino y los derechos que íbamos a tener, pero derechos no teníamos”, señala. En 2020, ganó una elección a concejala de São Paulo con el mayor número de votos en esas elecciones. En la Asamblea, ha logrado aprobar, entre otras cosas, el uso de baños públicos según la identidad de género y la creación de cuotas de acceso al servicio público municipal para transexuales.

Rumbo a un Congreso hostil
Tras su elección como diputada federal, la lucha de Hilton sube a otro nivel. Militante del PSOL, una formación a la izquierda del PT, ha hecho una campaña claramente progresista: reconocimiento legal del transfeminicidio, legalización del aborto y del matrimonio igualitario… También ha hablado de combatir el hambre y de subir el salario mínimo, puntos que se alejan de una agenda estrictamente LGBT. “Quita ese estereotipo de que solo sabemos hablar de nuestras vidas. No soy ni seré la diputada de las trans, o solo del colectivo LGBT. Quiero hablar de la gente mayor, del medio ambiente, de la precariedad de las madres…”, señala.

Hilton reconoce que todo no se va a lograr. Y menos en un contexto en que el bolsonarismo, que atrajo un 43% de los votos en primera vuelta, resiste. Aunque las encuestas no favorecen al actual presidente, la diputada electa teme un retroceso en los derechos LGBT. Aún existe la posibilidad de que salga reelegido y pueda nominar a más jueces “terriblemente evangélicos”, como dijo alguna vez Bolsonaro, para el Supremo Tribunal Federal. “Supondría un avance de la extrema derecha en la institución que garantiza lo poco que tenemos hoy: derechos mínimos como el derecho al cambio de nombre social sin necesidad de cirugía”.

En la Cámara de Diputados federal, en Brasilia, Hilton se enfrentará a un espacio dominado por la derecha. Aun así, ella distingue entre los conservadores, con quienes está dispuesta a construir acuerdos, de los “fascistas”, con quienes “no se puede negociar”. Algunos de los diputados recién elegidos han expresado opiniones abiertamente tránsfobas. ¿Cómo lidiará con ellos? “Con garra, con audacia, con bravura”, responde. “Probablemente me sienta conmocionada, porque las estructuras transfóbicas de ese espacio serán extremadamente violentas, pero no voy a dejar que eso me destruya. Pretendo ser una piedra en su zapato, una incomodidad en sus vidas, y desestabilizarlos mucho más de lo que ellos a mí”.

Pero antes que Brasilia hay una segunda vuelta presidencial que ganar y, para eso, Lula tiene que atraer los votos del centro. Toca “realismo político”, afirma Hilton. “En este momento en que la democracia está en peligro por el avance del fascismo, silenciar algunos puntos del programa no es por una confusión, sino por estrategia”. La alianza de Lula con el candidato a vicepresidente Geraldo Alckmin, a quien Hilton tilda de “figura nefasta de la derecha brasileña”, es un ejemplo. “Por lo menos es un demócrata. Tenemos que atraer al elector conservador, aquel que piensa que Brasil se va a convertir en Venezuela y que los comunistas van a comerse a los niños y las tonterías que dicen por allí”.

Hilton mira rápidamente el móvil. “A ver qué tengo ahora. ¡Ah, el acto con Lula en la plaza Roosevelt!”, dice. “Todavía no he descansado y no descansaré hasta diciembre”. Espera que para entonces Lula esté a punto de colgarse la banda presidencial. Así, podrá celebrar el fin de año con la tranquilidad de saber que los derechos por los que tanto ha luchado están un poco más a salvo.