Eli Acosta en Ciudad de México con una de sus bicis de autor.

Eli Acosta (Ciudad de México, 1986) solo sabe contar su historia si la imagina pedaleando. Empieza con siete años y ruedines en el parque Álamos, donde un novio de su madre le enseñó a montar en bici y la llevó a desayunar barbacoa de carnero. Durante la preparatoria —justo antes de la universidad— rompió el cochinito para comprar una de montaña. Le quedaba grande, pero la acompañó a todos lados en su rutina acelerada de adolescente. Con 21 se recuerda rodando con don Joaquín, un mecánico de barrio, camino a Iztapalapa, una de las zonas más empobrecidas y violentas de la ciudad; va serpenteando entre las calles estrechas del Cerro de la Estrella y busca a un hombre, un artesano gruñón que le enseñará los pilares sobre los que erigirá lo que es hoy, algo único en México: una mujer que hace bicicletas.

La luz de neón rosa cae justo sobre la mesa de alineación. El taller de Básica Studio es estrecho, pero caben ocho trabajando. Sueldan, cortan tubos, fijan cuadros, colocan ruedas y herrajes, pintan, reparan. Con paciencia y precisión, convierten amasijos metálicos en bicicletas personalizadas. Es uno de los escasos sitios de México donde aún se hacen de forma manual. Obsesionada con que no se pierda el oficio, ella decidió hace cuatro meses incorporar a dos aprendices. Elaine Lacy y Jimena Palomino, ambas en la treintena, ingenieras, son la punta de lanza del nuevo sueño de Acosta: formar un equipo de mujeres que construya bicicletas. “Políticamente es un mensaje fuerte, un parteaguas”, dice sentada en una banqueta al fondo del taller.


Jimena Palomino trabaja en el taller de Acosta.

ANA HOP

Lleva tres años en este espacio de la colonia Juárez, en el centro de Ciudad de México, y ya se imagina el barrio convertido en un punto de encuentro para amantes de la bici. Un local puede vender las parrillas, otro las maletas, quizás también habrá un cafecito para los ciclistas. De momento, solo son ellas y los riders que acuden a descansar en las bancas de madera que ha colocado en la puerta del estudio. Fabrican dos bicicletas al mes. El objetivo para llegar a mantenerse y ser rentables es el doble.

La pandemia disparó la demanda de bicis en México. La mayoría de las tiendas que brotaron en la capital venden unidades fabricadas fuera, sobre todo en China. Aquí solo se ensamblan. “Vamos a contracorriente”, dice Eli Acosta. Una bicicleta se ve fácil desde fuera hasta que eres la encargada de rebuscar sus materiales, definir su geometría, lograr que ruede y ruede sin dañarse; entonces es compleja. Para la primera que montó, usó piezas que encontraba en los mercados. Pegaba trozos abandonados con ayuda de mecánicos que la miraban con curiosidad y con la compañía virtual de un generoso holandés al que localizó por la red.

En 2009 abandonó por fin la idea de ir a la universidad: decidió que las dos ruedas serían ya su único eje. Iba a rodadas colectivas, a manifestaciones por los atropellos a ciclistas, apoyaba en los procesos legales y vendía bicis desde un blog personal, Bicla.

Eli Acosta dice que dar la forma perfecta a los tubos es como una coreografía.

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Como un sistema de engranajes, Eli Acosta menciona los nombres que sin saberlo la ayudaron a poner su taller en movimiento: los mecánicos Ernesto Arriaga, Jorge Luján, don Joaquín, Manuel Valerio. Se detiene en el último. Desde un rincón de Iztapalapa, Valerio y su familia construyeron durante generaciones las bicicletas mexicanas, fueron los mecánicos de los mundiales y de la selección de ciclismo. El patriarca, Manuel Valerio padre, falleció en el terremoto de 1985 y desde entonces se ocuparon sus hijos. Cuando llegó a la puerta del histórico taller familiar, decorado con los escudos de Cinelli y Bianchi, Eli Acosta se encontró con la frontera. Manuel Valerio hijo no la quería en su estudio: nunca una mujer había utilizado sus herramientas. Durante los tres años en los que accedió, a regañadientes, a ser su maestro no le permitió tocar una bicicleta, pero podía lavarlas, podía observar. “Fue frustrante, pero hoy creo que ha sido de las cosas más fuertes de mi aprendizaje. Hoy todavía empiezo a soldar y lo pienso en sus movimientos, porque soldar es como una coreografía”, dice.

Ante la falta de piezas en México, Valerio y su aprendiz recorrieron las bodegas de grandes marcas, que en los cincuenta sí apostaron por la manufactura local, a buscar hasta las tuercas. Construyeron vehículos nuevos con restos de hace medio siglo hasta que una discusión sobre su relación jerárquica separó sus caminos. “Se enojó conmigo y me mandó a volar”, resume. “Un día me dijo: ‘Usted nunca va a hacer bicicletas’. Ese tipo de comentarios se volvió mi combustible. Pensé: ‘Pues voy a ser mejor que tú”.

“Esto es un acto revolucionario. No hay mujeres haciendo bicis”, dice Elaine Lacy, de 30 años e ingeniera petrolera, tras cuatro meses aprendiendo el oficio.

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Con el apoyo de su madre, puso su taller, pero le faltaba todo: las herramientas, el lugar, la experiencia. La máquina principal la encargó a las montañas de California, donde un tal Sputnik Tool, un chaval mañoso y adicto a la tecnología, se había convertido en una de las cuatro personas del mundo que construían con la precisión necesaria la plantilla para crear bicicletas. Mientras esperaba la máquina, se acercó a un taller de soldadura. Le gustó el letrero de la entrada, “aquí soldamos todo menos un corazón roto”, y se quedó. Empezó barriendo. Aprendió a calibrar las máquinas, la instruyeron sobre tipos de gases, vio los procesos y sus riesgos. “Trabajaban sin máscara. El dueño del taller murió tras un fallo en los pulmones. Allí empecé a construir mi propia teoría sobre cómo soldar, incorporando el autocuidado”.

En su paso por la residencia artística ATEA, en la capital, conoció a su socio, Jesús López, con quien se lanzó a crear Básica Studio. Después todo se precipitó y Acosta es ahora una figura reconocida en el mundo de la bici en México: hace talleres en comunidades de Oaxaca para enseñar a fabricar bicicletas de bambú, participa en exposiciones y ferias, da charlas y apuesta por la comunidad, en la calle y en Instagram. Su equipo de morras —chavalas— es el último paso hacia la meta.

Una de ellas, Jimena Palomino, dice que soldar la hace sentir poderosa. La otra, Elaine Lacy, recuerda cuando años atrás se hacía preguntas sobre la mecánica de las bicis y había hombres que le trataban de enseñar “como si fuera tonta”. Ahora Lacy, alumna de Acosta, continúa la cadena y busca que aprendan otras niñas. “Esto que hacemos”, afirma, “es un acto revolucionario”.

El bello desgaste de un sillín de cuero.