La fiebre de los buscadores de fósiles -padecida en Europa durante el siglo XIX- tuvo como resultado el saqueo de innumerables yacimientos. Armados de martillos y movidos por el egoísmo, los coleccionistas llegaban a todos los rincones posibles, sin importar el expolio que pudieran ocasionar con su capricho.
Porque durante la época victoriana fue de buen gusto coleccionar hallazgos fósiles para presentarlos en los salones. Se exhibían dentro de vitrinas, igual a reliquias que mostraban la fugacidad del tiempo a partir de la interpretación de cada pieza fosilizada. Con esto, el tiempo de los relojes empezó a tomar valor mercantil en una Europa que ya se creía el centro del mundo. De igual manera, el tiempo dejó de ser un periodo fragmentado en días, horas, minutos y segundos, para pasar a ser medido en millones de años. Durante aquella época, la contemplación de los fósiles llevaba a reflexionar acerca de la fugacidad de nuestro paso por el mundo; de nuestra fecha de caducidad.
En uno de sus artículos, Italo Calvino dejó escrito que coleccionar es lo más parecido a llevar un diario donde cada pieza supone un apunte, y la suma de todas ellas trae como resultado el recorrido por la memoria de la persona que las colecciona. Si a esto, añadimos que las piezas coleccionables nos conducen hasta pasados remotos, el resultado es un juego de espejos que trastoca nuestra dimensión temporal y con ello su concepto. En la época victoriana el pasado empezaba a ser memoria viva del tiempo presente.
De este ejercicio de la imaginación tuvo mucha culpa el geólogo británico Charles Lyell (1797- 1875), representante del uniformismo geológico, concepto basado en el estudio del presente como clave del pasado. Para Lyell, los fósiles eran “monumentos antiguos de la naturaleza escritos en una lengua viva”. Con ello, mundos anteriores al nuestro se dejaban interpretar gracias a los vestigios fosilizados de épocas remotas. Se conseguía de la misma manera que se puede interpretar una película a partir de un fotograma como único dato, es decir, con la imaginación suficiente para rellenar las grietas del pasado.
Con la imaginación como herramienta para devolver el pasado al presente, también cambiaría la mentalidad acerca de la percepción de las montañas. Va a ser cuando desaparezca lo siniestro de su topografía, así como los peligros que se atisban en sus laderas. A partir de entonces, las montañas dejan de ser un obstáculo y se convierten en un accidente natural muy atractivo. El alpinismo empieza a ponerse de moda a la vez que la montaña pasa a ser sinónimo de imaginación, el equivalente a un diálogo entre la forma geológica y nuestras fantasías más recónditas que se ponen de manifiesto cada vez que coronamos una cumbre.
Algo así nos viene a contar el escritor Robert Macfarlane en su exquisito trabajo titulado Las montañas de la mente (Random House) donde las montañas, su luz, su historia y sus sombras van a ser las protagonistas durante trescientas páginas prietas de curiosidades. Tras su lectura, descubrimos que las montañas nos invitan -parafraseando a Baudelaire- a encontrar lo nuevo al fondo de lo desconocido. Para Macfarlane, el componente mágico de escalar una montaña es el resultado de una combinación de riesgo y belleza, cualidades a las que se suma la dimensión temporal; son millones de años los que cargan sus pendientes.
Estas y otras cosas de lo más variado se pueden aprender con la lectura de este libro, donde todos los caminos que abre Macfarlane van a parar al mismo sitio, un estado mental que nos enseña lo necesaria que se hace la imaginación si queremos contemplar la realidad geológica con rigor científico. Háganse un regalo y paren el tiempo leyendo este libro.