De izquierda a derecha, Maliha Hashemi, Zakia Kawiyan y Shahla Arifi, este lunes en Kabul. / Á. E

Desde hace tres meses, Zakia Kawiyan, Shahla Arifi y Maliha Hashemi acuden cada semana a firmar en el registro del Ministerio de Asuntos de la Mujer, en el centro de Kabul. Es un requisito para no perder su condición de funcionarias. Pero ni el Ministerio existe, ni siquiera les dejan pasar mucho más allá de la entrada. Los talibanes, que han rebautizado el edificio como Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, les apuran a que estampen su firma y no se entretengan. Algunas semanas, les han hecho rubricar el listado en un banco del aparcamiento.

“Es un castigo por nuestras protestas”, aseguran las tres mujeres, que se han mostrado muy activas en la reclamación de sus puestos de trabajo y los derechos de las afganas. Su última manifestación tuvo lugar el pasado 25 de noviembre con motivo del Día Internacional contra la Violencia Machista. Junto con otras valientes afganas marcharon desde el Ministerio que les han arrebatado los fundamentalistas hasta el Palacio Presidencial. Fue muy arriesgado. En cuanto se percataron de su osadía, varios vehículos les rodearon, les quitaron los carteles y un talibán estuvo a punto de dispararles. “Eso, mátanos antes que pisotear nuestros derechos”, le espetó Arifi, según sus compañeras, que al final calmaron la situación. Desde entonces, se han intensificado las amenazas.

Cuentan que cada vez que aparecen en los medios de comunicación, reciben llamadas preguntándoles para qué quieren trabajar, o por qué no envían a sus hijos a las filas de los combatientes talibanes. No esconden sus miedos, pero dicen estar dispuestas a morir defendiendo sus derechos. Lamentan que las numerosas organizaciones de mujeres surgidas durante los últimos años hayan quedado muy debilitadas, cuando no inoperativas, con la salida del país de sus impulsoras y la pérdida de la financiación extranjera. Amnistía Internacional ha denunciado este lunes que mujeres y niños supervivientes de la violencia de género se han quedado sin asistencia desde la llegada al poder de los fundamentalistas. A pesar de ello, piden que no se caiga en el chantaje de estos: “No reconozcan a los talibanes mientras no respeten nuestros derechos”. Tras la represión de las protestas, están convencidas de que es su última baza.

El Ministerio de Asuntos de la Mujer tenía casi un millar de empleadas (la inmensa mayoría eran mujeres), tres centenares de ellas en la sede de Kabul y el resto repartidas por las distintas delegaciones provinciales. Como el resto de las funcionarias, perdieron sus puestos el 15 de agosto al mismo tiempo que los talibanes tomaron la capital. Arifi, que dirigía el departamento de Educación, recuerda que dos días después acudió a trabajar y no la dejaron entrar ni siquiera a recoger las cosas de su despacho. No fue la única. Al segundo intento, unos días después, bajó a hablar con ellas un clérigo que se identificó como maulana Khatib y que les dijo que tenían que esperar “hasta que se organizara un sistema segregado”.

Volvieron a intentarlo una tercera vez con igual resultado. “Fue entonces cuando empezamos a manifestarnos delante del Ministerio”, señala Kawiyan, que era la responsable de comunicación. La respuesta llegó con el cambio de titularidad del edificio: un golpe de gran simbolismo porque el ominoso Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio que ahora ocupa la sede de Shahr-e-Now es el mismo que durante la primera dictadura talibana (1996-2001) ejercía de policía moral y se ocupaba, sobre todo, de reprimir a las mujeres.

Trampa
Por edad, Kawiyan (40 años), Arifi (44) y Hashemi (47) recuerdan muy bien aquella época. Admiten que ahora las medidas no parecen tan drásticas como entonces, pero advierten una trampa. “La apertura se limita a Kabul. Las mujeres no pueden moverse con la misma libertad en [las provincias de] Badakhshan y Takhar, por ejemplo”, precisa Kawiyan. Están convencidas de que solo es una treta para granjearse el reconocimiento internacional que les permita acceder a las reservas afganas y la ayuda al desarrollo. “¿De qué sirve que podamos salir a la calle si no podemos educarnos ni trabajar?”, cuestiona Hashemi, viuda con tres hijos cuyo sueldo como responsable de Administración del Ministerio era el único sustento de su familia. “No me importa respetar el hiyab o vestir falda larga si me dejan trabajar”, abunda.

Los talibanes no han prohibido directamente el trabajo de las mujeres. Sin embargo, sus restricciones lo limitan substancialmente y hacen temer que su objetivo sea eliminarlas de la esfera pública como ya hicieron la primera vez que estuvieron en el poder. Aún es posible ver a algunas en el sector privado, pero éste representa apenas una fracción del empleo total y es en el público donde su presencia (30% del funcionariado) abría camino. Ahora, sólo se las ha readmitido en la sanidad y los servicios de expedición de pasaportes y documentos de identidad.

Las activistas también rechazan la segregación. “Nos dicen que esperemos hasta que adopten un sistema en el que podamos trabajar apartadas de los hombres, pero dos generaciones hemos estudiado y trabajado juntos y no queremos un lugar separado porque eso acabaría con la competencia profesional”, subraya Kawiyan. “Si Dios dijo que ningún ser humano está por encima de otro, ¿por qué tratan de diferenciar entre hombres y mujeres?”, añade buscando desmontar los supuestos argumentos religiosos que aducen los fundamentalistas.

Roya y Heelai, dos veinteañeras a las que apenas faltaba un mes para graduarse en Lengua Española cuando los talibanes prohibieron que las mujeres compartieran aula con los hombres, confirman que en su generación educarse con el otro sexo no ha supuesto ningún problema. Ambas, estudiantes brillantes que aspiraban a cursar un máster, se muestran preocupadas por su futuro. No ven otra salida que emigrar. Aunque solo saben de los abusos que cometieron los talibanes por los relatos de sus padres, recelan de lo que está por venir.

Ambas se muestran convencidas de que “la mayoría de los afganos, sobre todo entre los menos formados, aplauden las medidas de los talibanes porque nunca han aceptado a las mujeres como iguales; consideran que debemos limitarnos a ser buenas madres”. Pero se niegan a resignarse. “No hemos ido 12 años a la escuela y cuatro a la universidad, tras pasar un duro examen de selectividad, para ahora quedarnos en casa”, aseguran. A pesar de ello, no se han unido a las protestas. “Me hubiera gustado, pero mi madre lo consideró muy peligroso”, confía Roya. Heelai ni siquiera se lo planteó; con su progenitora enferma, está a cargo de cinco hermanos pequeños y del cuidado del hogar.

Reforzando esa visión tradicional de la mujer, el líder supremo talibán, Haibatullah Akhundzada, promulgó el pasado sábado un edicto sobre los derechos matrimoniales de las mujeres. A las veteranas les parece una tomadura de pelo. “No tiene nada que ver con los derechos de la mujer, ni siquiera menciona la educación, el trabajo y la salud”, destaca Arifi, quien la semana pasada no pudo hacerse una tomografía porque el especialista encargado de la máquina era un hombre. El decreto recuerda que estas no son una propiedad y establece la necesidad de que den su consentimiento para la boda. Hashemi considera cínico que estipule que no se puede entregar a una mujer “a cambio de un acuerdo de paz o para poner fin a una animosidad” cuando “son los talibanes los que han generalizado esa práctica”.

Segregadas a los nueve años y sin educación a los 13

Los talibanes han conseguido su objetivo sin siquiera cambiar la ley. Desde que llegaron al poder a mediados de agosto, han echado a las adolescentes del sistema educativo. “Las normas no han cambiado aún, pero hemos recibido instrucciones”, explica Mina Hengama Bik, directora de la Escuela Abdulqahar Aasi, un modesto centro privado en el distrito tres de Kabul que imparte enseñanza primara e intermedia (hasta noveno curso).

Las instrucciones significan que, en medio del año escolar (que en el norte de Afganistán va de marzo a diciembre), han tenido que segregar a sus alumnos por sexo a partir del tercer grado (9-10 años) y dejado fuera del sistema a las chicas a partir de sexto (13-14 años). “En los colegios públicos segregan desde primero, y sospechamos que los privados también tendremos que hacerlo el próximo curso”, admite Bik.

La mayor preocupación de la directora es, sin embargo, el efecto que esto ha tenido en la moral de estudiantes y profesores. “Ha generado desinterés en las alumnas y sus padres [que no ven sentido a estudiar cuando no van a poder pasar de 6º]”, señala. Por otro lado, la huida al extranjero de algunas familias y la pérdida de ingresos de los progenitores en otras ha supuesto la caída del número de matriculados.

“Apenas quedan 120 de los dos centenares que teníamos a principios de curso. Eso nos ha obligado a despedir a seis de las doce profesoras que teníamos”, declara. Además, este mes de diciembre, en que no dan clase y se dedican a corregir exámenes y otros asuntos administrativos, las docentes verán reducido a la mitad su magro salario de 3.000 afganis (27,6 euros).