Guadalupe Marín y Diego Rivera con su hija Guadalupe Rivera. En vídeo, Poniatowska habla de la vida de Marín. SEIX BARRAL / EDITORIAL JALISCO

Un temblor de la naturaleza: descarada, salvaje, natural, creativa, desprejuiciada, talentosa, hipnótica, celosa, libre, ingobernable, imprescindible. A fuerza de adjetivos, incalificable. Así fue Lupe Marín, quien llevó a Diego Rivera, el enorme muralista mexicano, el gran comunista, a un matrimonio por la Iglesia. Literatos y pintores acudían en los años veinte a la casa de la pareja más para hablar con ella que con el artista, tal era el imán con que atrapaba a todo el que la conocía. De aquella unión, y de su segundo marido, el reconocido poeta mexicano Jorge Cuesta, trataba el libro que ella se autopublicó en 1938, donde Marín volcó todas sus verdades para desasosiego del mundo cultural y político de la época, que enterró el volumen entre críticas y silencio. De modo que la reedición de La única, que propone la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), puede decirse la primera. Los lectores tienen una oportunidad, ahora sí única, para descubrir a esta mujer portentosa desde su propia pluma, sin que la dibujen los pinceles de Diego Rivera.

Guadalupe Marín Preciado nació en Ciudad Guzmán, Guadalajara (México), en 1895. El día que Rivera la vio por primera vez quedó prendado. Ella comía una fruta con las manos, tirando la piel al suelo, escupiendo el hueso, chorreando su jugo sin recato. Su figura alta y delgada, de dedos largos y ojos verdes, morena de pelo negro, impactó al muralista, que veía en ella a México entero, con su exuberancia y colorido. Marín, ajena hasta entonces a la cultura, pero nunca al talento, se convirtió en esposa y modelo, con quien el pintor tuvo sus dos únicas hijas y herederas. Nadie como ella criticaba los murales que su “Panzón”, en plena gloria, dejaba en los más importantes edificios de México y Estados Unidos. Y Rivera la escuchaba. También se tiraban los platos a la cabeza. Ella no soportaba las ausencias, las infidelidades ni la mala vida que le dio el artista, pero estuvo junto a él hasta el día de su muerte. Ella era la única, la imprescindible.

Cuando Frida Kahlo llegó a la vida de ambos y se casó con Rivera, Marín no desapareció. Cocinaba para ellos, después de ir al mercado por la mañana, aquellos platos que extasiaban a propios y extraños. También cosía como nadie y en la ropa que lucía desbordaba su creatividad pasada por París y por sus viajes a Europa, donde la modelo del pintor era bien recibida por esa condición. Pronto, las personalidades a las que era presentada se percataban del atractivo casi irreal que emanaba aquella mujer. Y dejaba pasmada a la flor y nata de la Francia de entonces. Cuando Kahlo murió, Rivera le pidió de nuevo matrimonio. Ella se negó.

Lupe Marín, la que leía a Tolstói, a Dostoievski, a Pushkin, sus amados rusos, detestaba a los comunistas que frecuentaban la casa conyugal, a quienes veía como sanguijuelas del dinero y la fama de Rivera. Abandonó aquel matrimonio para casarse con Jorge Cuesta, un poeta y crítico tan famoso como torturado, quien se emasculó en una tina y se ahorcó en el manicomio donde estaba ingresado. Su esposa, que se negó siempre a leer sus versos, no volvió a mencionarle jamás. El hijo que tuvieron cayó en el olvido, abandonado por la madre y el padre en la casa de sus abuelos. Sin remordimientos ni culpas. Pero con cierto sentimiento que Marín describió así, en alguna ocasión en que trató de recuperarlo: “Yo quiero que traigan pronto a mi hijo, cueste lo que cueste; no puedo esperar más. No es porque le tenga amor por lo que siento esa necesidad, sino porque no se lo tengo. Si estuviera segura de quererlo, no sería capaz de querer que estuviera junto a mí solo por mi placer. Pero cuando pienso que tengo un hijo al que no quiero y por el que no tengo el sentimiento animal de madre, me desespero”.

En 2016, Elena Poniatowska publicó una biografía de Lupe Marín que tituló Dos veces única. Es un libro emocionante que ejerce el mismo poder de atracción que el personaje al que desnuda, con todos sus ángulos, luces y sombras, como si de nuevo la modelo hubiera posado para un cuadro. Poniatowska quiso mucho a aquella mujer, una personalidad, dice, como no ha conocido otra. “Te invitaba a comer en su casa y te quedabas prendada de ella. Era halagador que te hablara y te buscara. Una piedra imán. Más inteligente que cualquier crítico, que no buscaba fama, solo se manifestaba en toda su naturalidad. Ella formó a los literatos y a los intelectuales que la rodeaban, porque era infinitamente más creativa y con menos prejuicios que ellos”, asegura. Por aquel universo pasaron Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet, José Vasconcelos, Salvador Novo, Mariano Azuela, y tantos otros que se encuadraron bajo la generación de Los Contemporáneos, un Archipiélago de Soledades, como también se denominaron, que encontraban en Marín la audacia de una lengua certera y afilada. “Lupe era una guillotina”.

El temperamento desbocado tuvo un lado amargo, desde luego, porque no todos eran capaces de nadar aquella riada. Sus hijas, Guadalupe y Ruth, fueron dos buenos ejemplos de ello. La primera, a la que fue capaz de amarrar en una verja de la calle mientras iba a buscar joyas al Monte de Piedad, tuvo que refugiarse en los psicólogos para sobrevivir a una madre que castraba su libre desarrollo. No es fácil vivir a la sombra de los grandes árboles. Poniatowska, gran conocedora de la familia y su devenir, piensa que Marín actuaba sin malicia. “Nunca la noté ofensiva con nadie, ni creo que ese fuera su deseo”, afirma. La ofensa la traslada al sentir del otro: “Si te sentías molesto eso ya era problema tuyo. Ella decía: ese traje está mal cortado, pero no criticaba a la persona, sino al traje. O si alguien que ya era verde se ponía un vestido verde, pues te decía que eras una espinaca”, sigue la escritora. “Si te acercabas al fuego podías quemarte, claro, pero eso era cuestión de tu propia debilidad”, insiste.

Una personalidad “tan fuera de los convencionalismos, que creaba sus propias reglas”, a decir de Poniatowska, ha quedado, sin embargo, lejos de los adornos que coronaron la testa de la doliente Frida Kahlo, convertida en un mito mundial que no se apaga. “Frida fue el sufrimiento y el dolor, supo comunicar, hizo de ella misma casi una religión. Ir a verla era un gesto de solidaridad, si no de caridad, una mujer rota en mil pedazos, engañada por el gordo gigantón que le ponía los cuernos”, defiende la escritora. Lupe Marín se dio el lujo de mofarse de aquel mito, a quien le levantó las faldas y exclamó algo así: “Vean por qué piernas me ha cambiado Diego”. Kahlo la pintó en un lienzo que acabó cosido a cuchillazos en un arranque de ira de la retratada.

Marín, como Kahlo, también soportó sus corsés: fue víctima de una sociedad convencional en la que su enorme estatura física y mental no cabía. Acabó sumida en el silencio del que ahora quieren sacarla nuevas lectoras. La escritora mexicana Anaclara Muro, prologuista de esta nueva edición de La única, manifiesta un disfrute que es común a su generación: buscar en las antiguas críticas machistas la pista que les conduce a una escritora ninguneada. Un nuevo descubrimiento para colocar en la librería.

La directora general de Publicaciones de la UNAM y también escritora, Socorro Venegas, lo explica así: “Brilla en las páginas de La única el valor, la autenticidad de una mujer que escribió sin miedo, en una época en que tenía todas las de perder, en que se enfrentaba sola a una sociedad patriarcal y conservadora. Esa es una lección fundamental para cualquiera, hombre o mujer, que quiera convertirse en escritor”. El libro, de la colección Vindictas, que Poniatowska presentará el 24 de junio, ya está en las librerías. Una oportunidad única.