Cada equinoccio, decenas de miles de personas se reúnen alrededor de la pirámide del Castillo, al interior de la mundialmente conocida zona arqueológica de Chichén Itzá, en Yucatán, para presenciar un fenómeno único: el descenso de Kukulcán, la deidad con forma de serpiente emplumada adorada por la mayoría de culturas mesoamericanas. Se trata de un juego de luces y sombras que se proyectan al atardecer sobre la balaustrada norte de la pirámide y en los días más cercanos al equinoccio forman un conjunto de siete triángulos invertidos que parecen reptar hasta la base de la escalinata, rematada con una cabeza de serpiente. El efecto, descrito por primera vez en 1969 y popularizado a través de la televisión en la década de los ochenta, unió definitivamente el nombre de Chichén Itzá con los equinoccios y catapultó la fama de los antiguos mayas como arquitectos y astrónomos implacables para su época.

Desde entonces, las peregrinaciones masivas de turistas hacia la zona arqueológica forman una marea blanca que escenifica distintos rituales, una mezcla de creencias de grupos new age con prácticas tradicionales de chamanes y danzas de concheros, todos con el objetivo de ‘recargar energía’ y observar el fenómeno óptico al pie de la Pirámide de Kukulcán. Sin embargo, lejos de la parafernalia que rodea al descenso de la serpiente emplumada, la evidencia arqueológica reciente apunta a que los equinoccios no fueron fenómenos astronómicos de interés para los antiguos mayas.

“Los estudios arqueoastronómicos empezaron seriamente en la década de los 70 del siglo pasado y desde entonces, ha sido evidente que la mayoría de los edificios mesoamericanos están orientados hacia las posiciones del Sol en el horizonte en ciertos días significativos en el ciclo agrícola, pero no aparecen equinoccios entre esas fechas”, explica a EL PAÍS Ivan Šprajc, arqueólogo especialista en arqueoastronomía y miembro del Centro de Investigaciones de la Academia Eslovena de Ciencias y Artes. Tras estudiar a detalle las orientaciones de miles de edificios en el área maya y otras latitudes mesoamericanas durante las últimas tres décadas, Šprajc concluye que los equinoccios no fueron un fenómeno relevante en el mundo prehispánico, pues los alineamientos que señalan las posiciones del Sol durante los equinoccios son prácticamente inexistentes. Por lo tanto, ni la Pirámide de Kukulcán ni otros edificios frecuentados masivamente el 21 de marzo y 21 de septiembre fueron diseñados para conmemorar estas fechas.

Para los mayas, explica el especialista, existían otros momentos del año que revestían mayor interés que los equinoccios. El mejor ejemplo son los solsticios, un fenómeno más vistoso que los equinoccios por las posiciones extremas que toma el Sol a lo largo de un año. “Los datos que tenemos nos sugieren que los solsticios fueron los primeros días que les llamaron la atención, porque es hasta donde llega el Sol en el horizonte. Al parecer estos fueron el primer indicador astronómico de las estaciones”, explica. El segundo indicador fueron los días de cuarto del año, con los que dividieron el lapso entre dos solsticios consecutivos en mitades iguales, un cálculo que segmenta el año en cuatro periodos de 91 días aproximadamente. Los días de cuarto del año, que caen dos días después del equinoccio de primavera, y dos días antes del equinoccio de otoño, respectivamente, fueron claves en la orientación de la arquitectura mesoamericana.

Para los mayas, explica el especialista, existían otros momentos del año que revestían mayor interés que los equinoccios. El mejor ejemplo son los solsticios, un fenómeno más vistoso que los equinoccios por las posiciones extremas que toma el Sol a lo largo de un año. “Los datos que tenemos nos sugieren que los solsticios fueron los primeros días que les llamaron la atención, porque es hasta donde llega el Sol en el horizonte. Al parecer estos fueron el primer indicador astronómico de las estaciones”, explica. El segundo indicador fueron los días de cuarto del año, con los que dividieron el lapso entre dos solsticios consecutivos en mitades iguales, un cálculo que segmenta el año en cuatro periodos de 91 días aproximadamente. Los días de cuarto del año, que caen dos días después del equinoccio de primavera, y dos días antes del equinoccio de otoño, respectivamente, fueron clave en la orientación de la arquitectura mesoamericana. Šprajc pone el ejemplo de San Lorenzo, el primer centro de la cultura olmeca, como uno de los sitios monumentales más tempranos alineados hacia los días de cuarto del año. Junto con las orientaciones que marcan los solsticios, los días de cuarto del año son una constante en la arquitectura prehispánica. “Este grupo de orientaciones las encontramos hasta la Conquista, particularmente en el área maya. Se trata de un patrón que no puede ser casual, porque se repite a lo largo y ancho de Mesoamérica”.

A propósito del juego de luces y sombras que da forma al descenso de Kukulcán, el especialista explica que su sola observación no habría resultado útil para determinar el momento del equinoccio, pues los triángulos pueden observarse semanas antes y después de la llegada de la primavera y el otoño. Además, los triángulos iluminados aumentan en número alcanzando nueve a mediados de abril, una cifra importante en la cosmovisión maya que, de haber querido, habrían representado. No obstante, Šprajc es enfático en que la evidencia que sustenta sus investigaciones no demerita en lo mínimo el profundo conocimiento de la astronomía maya. “Al parecer, el equinoccio no interesaba o no era conocido para la gran mayoría de culturas antiguas en Mesoamérica; sin embargo, sus conocimientos astronómicos eran sumamente sofisticados”, afirma mientras enumera otros hitos de esta cultura derivados de la observación y el estudio sistemático de la bóveda celeste, como los extremos de Venus, o las series lunares halladas en distintas inscripciones, donde se puede seguir con suma precisión el movimiento de nuestro satélite natural.