Migrantes venezolanos hacen fila para recibir alimentos que reparte la sociedad civil en Ciudad de México, el 21 de octubre de 2022. NAYELI CRUZ

Jorge Gordo, antiguo panadero de 52 años, estuvo a punto de morir tres veces en una semana. Fue en el Tapón del Darién, la selva húmeda y fría por donde cruzan los migrantes a Panamá desde Colombia, su vecino del sur. Pero no murió — “Dios nos ayudó”, dice— y siguió andando, comió un poco, cruzó otros seis países y llegó a Estados Unidos. Después de un mes y medio de travesía desde su casa en Caracas, Venezuela, y más de 2.000 dólares gastados en autobuses y mordidas (sobornos a las autoridades), había conseguido llegar a la tierra prometida.

Y entonces le metieron en otro autobús, esta vez sin decirle adónde le llevaban, y apareció, como quien se despierta y descubre que todo ha sido un sueño, de vuelta en la ciudad fronteriza de Matamoros, en el Estado de Tamaulipas, en México. “Sentí mucha frustración, muchos sentimientos encontrados, porque se rompe la esperanza de prosperar y ayudar a los familiares de uno”, dice Gordo. Como allí no hay sitio para más migrantes, las autoridades mexicanas le trasladaron en un autobús que tardó 12 horas en llegar hasta las puertas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), en Ciudad de México.

Como a Gordo, la nueva política del gobierno estadounidense que entró en vigor el 12 de octubre ha dejado atrapados en México a miles de venezolanos que ya habían emprendido su camino hacia el norte. No pueden avanzar porque “los que intenten cruzar la frontera de forma ilegal serán devueltos a México” y no podrán acogerse al nuevo proceso de entrada, según indica el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Ni siquiera Marcos Tamariz Inceta, jefe de misión adjunto de Médicos Sin Fronteras, sabe lo que va a pasar en las próximas semanas y meses. “Nadie tiene la más remota idea de hacia dónde va esto, porque nadie nos avisó de nada”, dice enfadado. “En todo el camino, desde Venezuela hasta aquí, hay cientos de miles de personas atrapadas en la ruta”.

Frente a las oficinas de la COMAR aparece todas las mañanas una nueva ola de cientos de venezolanos que han dormido en las calles colindantes. Algunos, los que vienen expulsados de Estado Unidos, no tienen más ropa que la que llevan puesta ni más pertenencias que la cobija que les han dado los servicios sociales. Les quitaron hasta los papeles migratorios necesarios para hacer cualquier trámite. El lunes 24 de octubre, como cualquier otro día de la última semana, había allí unas 150 personas, según Yanina Ramos, trabajadora de Médicos Sin Fronteras. Mientras los funcionarios saturados de trabajo tratan de atender a los que deciden comenzar su solicitud de refugiado, Ramos habla con los migrantes, les pregunta por su estado de salud física y mental, anota su nombre y su número de teléfono.

“Es una crisis importante para la ciudad, pero las autoridades no están haciendo nada”, se lamenta Ramos, que cada día tiene más problemas para encontrarles un lugar donde dormir. El gobierno de la Ciudad de México no ha habilitado ningún albergue para estas contingencias y los ocho que existen en la capital son de organizaciones humanitarias que casi no reciben ayuda del Estado. Estos cuentan con una capacidad de menos de 30 camas cada uno y ya están al 250% de su capacidad de acogida.

Óscar Márquez tiene 27 años y antes de emprender el viaje era mecánico en Sucre, al norte de Venezuela. Cruzó el día 11 la frontera hacia Texas, en Estados Unidos, y cuenta que fue internado en Eagle Pass en un centro para migrantes, al que ellos se refieren siempre como “cárcel” porque les quitan todas sus pertenencias, les visten con ropa de presidiario y no les permiten salir. A los dos días le llamaron, le montaron en un avión apresado de manos y pies y les llevaron, a él y a sus compañeros, hasta otro albergue, del que salieron tres días después en un autobús que les dejó el 17 de octubre frente a las oficinas de la COMAR, en Ciudad de México.

“El sueño es allá, no en medio”, se queja Márquez, que no pudo ducharse ni cambiarse de ropa en los cinco días que estuvo de viaje. “El retorno hacia Venezuela no es una opción, el sueldo no da para vivir y tengo gente, mi papá, mi mamá, mi hermano, que confían en mí para que les mande dinero”. Su país, que un día fue próspero, ahora tiene a 7,1 millones de personas (el 25% de su población) fuera de sus fronteras, viviendo como migrantes o refugiados, según cifras de la ONU de septiembre de 2022.

Gordo y Márquez fueron atendidos por Médicos Sin Fronteras y trasladados a CAFEMIN (Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento de la Mujer Internacional y Nacional), un centro que se dedica a la atención específica de mujeres migrantes y sus hijos. Con 90 camas, es la excepción, el albergue más grande de Ciudad de México y del país. En épocas de crisis como la actual, dejan a un lado su tarea principal y atienden a todos los migrantes que pueden. Samanta Hernández Cerón, su coordinadora de comunicación, dice que ahora hay 500 personas durmiendo en el interior, sobre colchonetas azules y en tiendas de campaña esparcidas por el patio.

La coordinadora habla con todos ellos, les pregunta qué tal están, qué han comido y qué necesitan. Mientras, cuenta los problemas que enfrentan siempre que llega una crisis así: la escasez de agua para todos los que necesitan asearse, la pasividad del gobierno, la falta de bienes básicos como pañales para los más pequeños, ropa de cambio para los recién llegados y hasta la comida, que hay que racionar para que todos coman algo. “Hacemos lo que podemos con lo que tenemos, con todo el corazón del mundo”, dice la trabajadora. “No hay albergue que tenga capacidad para ofrecer espacios dignos de atención. Con siete baños no podemos atender dignamente a 500 personas, por mucho que lo lavemos 10 veces al día. Y luego que se acaba el agua”, se lamenta Hernández.

“El Estado no está garantizando las necesidades mínimas de los migrantes que llegan a la ciudad”, asegura la coordinadora. La única atención que han recibido de la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México (SIBISO) han sido unas colchonetas y una cobijas para la noche. Mientras ella habla, corre la vida por un patio en el que, pese a las dificultades que pasan todos y cada uno de ellos, se respira un aire como de esperanza, nadie se rinde. Los niños juegan al balón, los jóvenes se juntan a charlar alrededor del peluquero, que hace unos degradados finísimos, y los mayores pasean y tratan de contactar con las familias que han dejado en casa.

Sentado en una silla solitaria y con el móvil en las manos está Alberto Rojas, un venezolano de apenas 21 años que ha dejado en casa a su mujer y a su hija de seis meses, un bebé de ojos grandes y curiosos que muestra con orgullo en la foto de perfil de su WhatsApp. Llegó a la COMAR el 17 de octubre desde el sur del país, huyendo de la pobreza y la falta de oportunidades que azotan Venezuela. “No nos pueden hacer esto”, dice con la cabeza gacha. “Ya estábamos en camino y ya no nos podemos volver atrás, tendríamos que pasar otra vez por el Darién y ese sitio es un infierno”. Y con voz chica habla de los muertos que se encontró en el camino, de las familias con niños que se quedan sin fuerzas para seguir andando.

Andrés Manuel Ramírez es el coordinador general de la COMAR, que se encarga de atender a los migrantes que solicitan estatus de refugiado. “Se están rompiendo todos los récords de solicitantes con esta nueva oleada”, asegura Ramírez. Hasta finales de septiembre, antes de que entrara en vigor la política de Biden, tuvieron 8.675 solicitudes, unas 32 al día, más que nunca antes. Sin embargo, desde el 12 de octubre, el promedio diario ha sido de 55, casi el doble, y la mayoría provenientes de Venezuela.

Están al borde del colapso, y el proceso puede durar meses, durante los cuales los venezolanos estarán atrapados aquí, en Ciudad de México, en un sistema de albergues también cerca de su capacidad máxima. Ramírez asegura que ellos han pedido a la SIBISO que se abran más centros de alojamiento ante el futuro incierto que se presenta para los recién llegados. “Le hemos insistido para que abran más albergues, pero todavía se está discutiendo”. Este periódico, después de diversos intentos, no ha conseguido contactar con ningún representante de esa institución.

La primera vez que Jorge Gordo pensó que se moría fue intentando dormir en el suelo frío y húmedo de la selva del Darién. “Casi me da una hipotermia, me temblaba todo el cuerpo por el frío y el barro y la humedad que no te deja estar seco ni un segundo”, cuenta. La segunda vez estuvo a unos minutos de ser arrastrado por la corriente. Acampó junto al río, un lugar peligroso porque de un momento a otro puede subir la corriente y arrastrar todo lo que encuentra a su paso. La gente que se descuida se queda atrapada en las tiendas de campaña, “y cuando llega el agua eso es una trampa mortal”. “Pero a eso de las cinco de la mañana pasó una muchacha, de unos 15 años, se percató de la situación y nos alertó. No era nuestra hora de morir”, reflexiona Gordo. La tercera fue de hambre, porque caminaba 12 horas y comía una vez, hasta que se le acabó la comida. “Me quedé sin nada y estuve más de dos días sin comer, hasta que llegué al final y allí me dieron algo de comer”.