Un manifestante lanza un objeto a la policía durante una marcha por el caso Ayotzinapa frente a las instalaciones de la Fiscalía General de la República (FGR), este jueves en Ciudad de México. LUIS CORTES (REUTERS)

Ya no hablan. Ya nadie habla. Ni los periodistas tienen preguntas que hacer, ni los estudiantes se afanan en contestarlas. Sólo miran, desconfiados, a través de un hueco en la camiseta que muchos se anudan alrededor de la cabeza. Apenas responde uno, que se come un bocadillo escondido entre los autobuses que les han traído hasta las puertas de la Fiscalía General de la República (FGR), en la Ciudad de México. “Hay que llevarlas”, dice. “Ya hemos perdido a alguno. Utilizan las cámaras de seguridad y los drones para identificarnos y vienen por nosotros”.

Han pasado ocho años, casi, de la desaparición el 26 de septiembre de 2014 de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, un pueblo de 84 personas en el Estado de Guerrero. Estudiantes y familiares de esa escuela organizan desde hace tres días manifestaciones y actos de protesta en distintos lugares de la capital, “para ir aumentando la energía para el 26″, aseguraba un estudiante que se negaba a dar su nombre. El miércoles estuvieron en la embajada israelí, protestando para exigir que se agilice la entrega de Tomás Zerón, exjefe de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR, prófugo en Israel desde hace al menos tres años. La Fiscalía le acusa de tortura y desaparición forzada, métodos que presuntamente utilizó para crear la famosa, por estar llenas de mentiras, “verdad histórica”.

El discurso no ha empezado todavía, pero todo el mundo está en silencio. Después de tantos años protestando, no debe quedar mucho que decir. Los estudiantes no se ríen, no juegan, ni siquiera parecen aburrirse, pese a que la mayoría de ellos (unos 200) no tienen más de 16 años. Luego empieza el discurso, y todos escuchan atentos, de pie, colocados en filas de a uno como si estuvieran a punto de entrar a clase, o también, como en el Ejército. En frente, detrás de los 100 policías que están apostados a la entrada, tienen a un enemigo al que en los últimos meses se han visto obligados a escuchar, la Fiscalía General de la República. Sus antiguos jefes crearon la “verdad histórica”, pero los nuevos detuvieron hace un mes a Jesús Murillo Karam, el exprocurador que lideró su creación, y propiciaron que un juez mandase a prisión preventiva al general José Rodríguez, vinculado al ataque.

El portavoz de los estudiantes agarra el micrófono y rompe el silencio: “… por eso levantamos la voz en esta Fiscalía, para que informen a los padres y madres qué ha pasado con las investigaciones y con las órdenes de aprehensión que hay”. “¿Por qué no se han ejecutado esas órdenes de aprehensión?”, se pregunta el chico, antes de gritar a sus compañeros “¡Vivos se los llevaron!”. Los estudiantes se agarran las mascarillas o las camisetas que les tapan la cara y tiran para que se les escuche bien alto cuando gritan: “¡Vivos los queremos!”. Luego otra vez, el silencio.

Ahora es el turno de la madre de uno de los estudiantes desaparecidos. “Llevamos ya ocho años exigiendo la verdad de lo que fue de nuestros hijos”, dice. Las madres y padres de los 43, en un acto el miércoles en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, lamentaron que, pese a los avances que ha habido durante el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, todavía no les han podido dar ninguna certeza sobre el paradero de sus hijos, según recogía el diario La Jornada. “Nos abrieron las puertas, pero hay verdades a medias. Nada más nos han dicho ‘sus hijos ya no están’, pero nosotros queremos pruebas de eso, porque de lo contrario nosotros vamos a seguir luchando”, aseguraba una de ellas.

Frente al mastodonte acristalado e impersonal de la Fiscalía, se terminan los discursos y muchos estudiantes rompen filas y se van subiendo a los autobuses, que arrancan y desaparecen. Pero la policía, abajo en la puerta, y los periodistas, arriba en la rotonda, no se mueven de su sitio. Tampoco se van dos autobuses (aunque arrancan los motores) y un grupúsculo de 20 estudiantes encapuchados, que proceden a sacar de sus mochilas aerosol de grafiti, piedras y petardos, y a lanzarlos al foso en el que se encuentran los policías. Ellos, lejos de responder, se repliegan y utilizan sus enormes escudos de plástico para hacer crear una barrera donde no puedan pasar las piedras o los petardos. Uno de los policías se queda rezagado y, justo en el momento en el que se da la vuelta para unirse a sus compañeros, una piedra del tamaño de su cabeza le da justo debajo de la nuca.

Los estudiantes lanzan sus últimos petardos mientras se suben a un autobús en marcha al grito de “¡corran chicos, corran, vámonos!”. Los policías deshacen su estructura de escudos y atienden a los heridos. Los sanitarios ponen vendas en cabezas, tobillos y pantorrillas. De la puerta de la Fiscalía General de la República salen cinco ambulancias con cinco policías en sus cinco camillas.