Vista de la antigua entrada a las minas de Barroterán, en el municipio de Progreso, en el Estado de Coahuila (México), el 14 de agosto de 2022.

El trueno se escuchó por todo el pueblo. La lengua de fuego ascendió hasta el cielo como si quisiera devorar las nubes. Después, solo confusión y humo: una enorme columna negra que se levantaba sobre la boca de las minas de Guadalupe. Era 31 de marzo de 1969 y en Barroterán una explosión de gas acababa de matar a 153 hombres. Fue la mayor tragedia minera de los últimos 100 años en la región carbonífera de Coahuila; la que empezó a atraer las miradas sobre esta tierra donde al carbón se le llama rojo por la sangre que se derrama para extraerlo; la que provocó que se iniciara un registro más sólido sobre las víctimas. Un lugar asociado para siempre con el mineral y la muerte, que estos días en los que 10 obreros permanecen sepultados en el fondo de un pozo en Sabinas, a apenas media hora de distancia, resurge en la memoria y la conversación.

“Me acuerdo cuando explotó. Vivíamos allá en el Barrio Cuatro y oímos un sonido muy feo. Mi hermano andaba de [turno de] primera y mi papá en el segundo. A mi papá le tocó. Salí para la mina, se miraba un humo negro en esa dirección. Si vieras cómo duró eso… los señores quedaron abajo de la tierra o murieron quemados”, recuerda Modesta Araceli Robledo (61 años) una tarde calurosa de agosto. Ella solo tenía ocho años cuando ocurrió el accidente. Su padre, Sixto Robledo, fue uno de los fallecidos. “A mi papá lo sacaron el cuarto día. Mi hermano quedó un día entero esperando en la mina con chorros de gente que se juntó. Cuando los sacaron fue en cajas. Si vieras qué mal se puso mi mamá, llore y llore”.

El minero Sixto Robledo Rangel, uno de los fallecidos en la explosión de 1969.
FAMILIA PASTA DE CONCHOS (FAMILIA PASTA DE CONCHOS)

Un único abanico servía para ventilar dos enormes minas que acababan de ser conectadas por una galería. Aunque no está claro qué fue lo que causó el estallido, la hipótesis más extendida apunta a que el encargado de medir los niveles de gas encendió una lámpara de aceite y su chispa desencadenó el fuego. Todos los cuerpos se rescataron completos, menos el suyo, que se encontró mutilado, cuenta Omar Navarro (26 años), que vive desde siempre en Barroterán y forma parte de Familia Pasta de Conchos, una organización que lucha por hacer respetar los derechos laborales de los mineros.

La cruz se recorta contra un sol de plomo fundido allá en lo alto del cerro. A sus pies, las ruinas de lo que una vez fueron las minas de Guadalupe son poco más que polvo y escombros, restos de basura y unos cuantos arbustos con espinas como aguijones. Una enorme tumba colectiva coronada por un único crucifijo. El lugar donde antes se encontraba la boca de la explotación de carbón está a menos de 20 metros de la carretera principal del pueblo. Los coches pasan y los vecinos miran con extrañeza a los forasteros que sacan fotos de lo que ahora solo es un terreno baldío.

Las ruinas abandonadas de las minas de Guadalupe, donde una explosión de gas mató a 153 mineros en Barroterán, en 1969.
ANTONIO OJEDA

Barroterán nunca volvió a ser el mismo. En la memoria colectiva, dejó de ser un pueblo para convertirse en un cementerio, en un enorme homenaje a los mineros caídos, con estatuas y rotondas en su honor. La tragedia fue de tal magnitud que la edición española de la revista Life la llevó en su portada, con el titular El infierno de Barroterán y la fotografía de uno de los mineros que participó en el intento de rescate, con la cara ennegrecida de carbón y una expresión perdida en el rostro. “Creo que la explosión es un emblema [del lugar], desgraciadamente. Ha marcado mucho la historia, la gente lo recuerda casi casi presumiendo. Pasan y pasan los años y los familiares siguen sintiendo su dolor”, explica Navarro.

Navarro arremete contra la narrativa que se instaló en el pueblo, los lugares comunes que ensalzan el orgullo minero y ven el carbón como una identidad colectiva, sangre de su sangre. Dice que los empresarios de la región se aprovechan de ese relato. Es más fácil hablar de héroes que se sacrifican por su comunidad que de víctimas de la pobreza. “No mueren por el carbón, mueren por las pésimas condiciones de trabajo”, remata. Él, en contra de la probabilidad que sentencia a los hombres jóvenes de la zona a los pozos, siempre se ha resistido a bajar a la mina. Bromea y dice que su cuerpo, de complexión fina, no se lo permitiría. Pero se ha ganado la vida hasta ahora en la dureza de las maquilas y con lo ahorrado está estudiando comunicación audiovisual. Quiere ser cineasta, poder rodar películas en Coahuila, porque cuando lee realismo mágico piensa en su tierra, en que aquí podrían contarse historias increíbles.

Un hombre pasea en bicicleta en una de las calles de Barroterán, el 14 de agosto de 2022.
ANTONIO OJEDA

La realidad es que las tragedias se repiten en esta tierra con asiduidad traumática. Un etcétera sangrante. En 2001, 12 hombres fallecieron en el pozo la Morita, también por una explosión de gas. Lo mismo sucedió en 2006 en Pasta de Conchos, donde murieron 65 obreros, y 63 de sus cuerpos siguen sin ser recuperados. En junio de 2021, siete personas nunca salieron de las galerías por culpa de un derrumbe en Múzquiz. El último caso sucedió este 3 de agosto en un pozo de Sabinas. Las labores de rescate de los 10 jornaleros continúan y las familias esperan, contra todo pronóstico, volver a verlos con vida, casi dos semanas después del desplome. Son solo algunos de los ejemplos de una región que ha visto morir a más de 3.100 mineros desde que empezó a extraer carbón, en el siglo XIX, de acuerdo con el recuento que llevan los familiares de las víctimas. El 99% del mineral que compra la CFE (Comisión Federal de Electricidad), organismo clave en la reforma eléctrica que quiere realizar el presidente Andrés Manuel López Obrador, proviene de Coahuila.

La explosión de Barroterán no solo acabó con la vida del padre de Modesta Araceli Robledo. También la condenó a una vida en la pobreza más absoluta. Ella, cuatro hermanas y un hermano vivían con su madre en una casa comprada a la empresa estatal que explotaba la mina, la Compañía Minera de Guadalupe. Cuando su progenitor falleció todavía no habían acabado de pagarla. Uno de los encargados, Pablo Guzmán, las expulsó de la residencia con amenazas y extorsiones. “Mi mamá estaba

desesperada”, recuerda Robledo.
Estatua en homenaje a los 153 mineros muertos en una explosión de gas en las minas de Guadalupe en Barroterán en 1969.
ANTONIO OJEDA

La mujer, sola y al cuidado de seis hijos, tuvo que buscarse la vida como pudo, a veces sirviendo en casas pudientes, otras pidiendo limosna en los barrios ricos de Sabinas. Consiguieron comprar otra residencia en Barroterán, donde Robledo todavía vive. La casa se cae a cachos, las vigas están desportilladas y las paredes tienen brechas que amenazan toda la estructura. Robledo no tiene ingresos, ya no puede trabajar. Sus piernas son más hueso que carne y en las manos y las rodillas tiene unos enormes nudos por la artritis. Ya solo puede contar su historia, señalar a los culpables y esperar que alguien la escuche.

Todos los vecinos de Barroterán lo suficientemente viejos para recordar la explosión tienen su propia historia de pérdida. María Pecina nació en 1942 y para 1969 ya se había casado con Marcial Hernández y parido a seis hijas. Es la única viuda que todavía vive. Cuando él murió en la mina, la más pequeña solo tenía dos semanas. “Salió de la casa, pero ya no volvió. No me gustaba que trabajara ahí, pero no había otro trabajo”, dice. Ella tuvo que salir adelante vendiendo comida por las calles y con los 20.000 pesos (menos de 1.000 euros) que recibió de indemnización. Con el tiempo se volvió a casar, con Gilberto Sandoval, un hombre que se salvó aquel 31 de agosto del 69 por unas horas. Iba a entrar a las galerías en el siguiente turno. Después del accidente, todavía trabajó dos años más en la misma mina que fue la tumba de sus compañeros, junto a los supervivientes y los hijos de los fallecidos.

Rogelio Ibarra tenía 18 años y nunca quiso ser minero. A él le gustaba trabajar en la tranquilidad de su rancho. Pero tenía una hija de un año y otra venía en camino. Había que ganarse el pan. El primer día que bajó a la mina fue el 31 de marzo de 1969. Nunca volvió a subir. Pasó el tiempo y el duelo, su mujer se volvió a casar y tuvo otra hija, Marisela Alfaro (50 años), que ahora narra la historia. “Mi madre contaba que ese día se despidió de ella como que ya presentía. La abrazó, andaba muy raro y le dijo: te encargo a las niñas. Y ya fue la última vez que lo vio. Se oyó un trueno así bien recio y toda la gente gritando y corriendo”, evoca.

El último cuerpo salió de la mina un mes después de la explosión. A las familias les entregaron los restos en cajas de madera selladas, nunca pudieron volver a ver sus rostros. Fue el inicio del declive de Barroterán. Durante sus días de gloria, la prosperidad del carbón atrajo a gente de toda la región a trabajar en las galerías. Abrieron decenas de tiendas, un casino, bares, salones. Hoy parece un pueblo fantasma, una postal del olvido donde reinan los negocios cerrados, las casas abandonadas hace años a medio derrumbarse. En la plaza del pueblo, hay una estatua dorada de una madre que recoge a su hijo, un minero muerto, entre sus brazos. Los nombres de todas las víctimas del estallido están grabados en una placa junto a la inscripción: “Hijo, caíste cumpliendo con tu deber”. Todos los 31 de marzo las familias llevan flores al lugar. En frente del homenaje queda un establecimiento que sí sigue abierto: es una capilla funeraria.