Rosa Grilo en su casa de Colonia Aborígen, Chaco, en 2018. JORGE TELLO

Rosa Grilo tiene más de 100 años. No sabe exactamente cuántos, pero recuerda que era una niña el 19 de julio de 1924. Recuerda también el ruido del avión que volaba bajito y lanzaba desde el aire caramelos hacia el monte achaparrado. Y que cuando los indígenas corrían tras ellos les disparaban con una ametralladora. “Pensaban que era mercadería. Y dice mi abuelito: ‘No vayan, porque ese está llevando la bomba, vamos a huir. Fue la gente a buscar la mercadería, y cuando están todos juntos largan la bomba”, recuerda. Las prevenciones del abuelo salvaron a Rosa Grilo, la última sobreviviente de la masacre de Napalpí, una cacería humana que terminó con 500 indios qom y moqoit muertos a tiros y machetazos.

Grilo está lúcida y vive con sus hijos en un paraje rural de la provincia de Chaco, en el norte argentino. Su voz grabada se escuchó este martes en el inicio de un juicio sin precedentes en América Latina, que intenta echar luz sobre lo ocurrido en aquel paraje argentino perdido en el tiempo. Ya no quedan policías ni terratenientes ni políticos responsables vivos; por eso no habrá consecuencias penales. Pero el juicio servirá para que una nueva historia oficial entierre a la aún vigente, esa que dice que los muertos en Napalpí fueron consecuencia de un enfrentamiento entre tribus.

La masacre de Napalpí comenzó con una revuelta. Cientos de indígenas se negaron a seguir trabajando en las plantaciones de algodón de la reducción por un salario que se pagaba en ropa y vales de comida. A la matanza le siguieron meses de persecución a los sobrevivientes que, como Rosa, se habían ocultado con sus familias en el monte. Así lo contó ya entonces el exdirector de la reducción Enrique Lynch Arribálzaga, en una carta que envió al Congreso: “La matanza de indios por la policía del Chaco continúa en Napalpí y sus alrededores. Parece que los criminales se hubieran propuesto eliminar a todos los que se hallaron presentes en la carnicería del 19 de julio (…), para que no puedan servir de testigos”. Sus denuncias no prosperaron. Los sobrevivientes se ocultaron en el monte y nunca más hablaron de lo ocurrido y los terratenientes de la zona celebraron lo que consideraron un proceso de pacificación.

Hace 15 años, Juan Chico, un qom formado como historiador, decidió urgar en el pasado. Creo la Fundación Napalpí, golpeó decenas de despachos oficiales y recorrió el monte. Logró dar así con cinco sobrevivientes, entre ellos Rosa Grilo y Pedro Valquinta, un moqoit fallecido en 2015 a los 108 años. La voz de Valquinta sonó este martes ante el tribunal. “Tengo 105 años, no me acuerdo que año era, yo tenía 12 años o 10. Había muchos ricos nuevos que estaban cortando el bosque. Y a los mocovíes los mataban. Y ahí les disparaban. Llegaron mocovíes a trabajar y ahí los mataron, les mandaron los policías”, dice en un vídeo grabado en 2012.

Juan Chico murió el año pasado víctima de la covid-19, pero la rueda ya giraba sin él. El fiscal Diego Vigay tomó el caso y logró el apoyo oficial para la instrucción de un juicio de la verdad, el primero referido a una matanza indígena. “El objetivo es que las víctimas tengan derecho a la verdad, como establece la Corte Interamericana de Derechos Humanos para delitos de lesa humanidad. Es además un aporte a la no repetición y a una sentencia que imponga medidas de reparación simbólica”, dice Vigay. “Napalpí fue siempre un tema tabú para las familias y los testigos se mantenían en silencio. No dimensionan el valor histórico de esos testimonios”, explica el fiscal.

Desde este lunes, pasarán por el tribunal chaqueño unos 50 testigos, entre sobrevivientes, familiares e investigadores. Serán cruciales las fotos sacadas antes de la masacre por el etnólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche, conservadas en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Así descubrió la imagen del avión cuyo sonido aún atormenta a Rosa. “En ella, Lehmann-Nitsche escribe en alemán ‘avión contra levantamiento indígena”, explicaba en 2018 en una entrevista con EL PAÍS Mariana Giordano, historiadora e investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. En otras fotos se ve a indígenas con un pañuelo blanco anudado en el brazo, señal de que “eran de los buenos”.

El sitio de la masacre se llama hoy Colonia Aborigen. Todos saben que allí hay una fosa común donde fueron enterrados los muertos de 1924. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAS), trabajó durante un mes en la zona, pero no pudo dar con la fosa. Encontró, en cambio, los restos de un hombre de unos 40 años con una herida en el pie. “Sería de aquellos que intentaron escapar y murieron cerca de la masacre”, dice Vigay. “Estaba enterrado a menos de 30 centímetros, lo que coincide con la versión de que los que morían eran enterrados allí mismo, a poca profundidad”. Los peritos no pierden la esperanza de encontrar la fosa común. “No es fácil, porque han cambiado las referencias. Pero tenemos testimonios que dicen que los pozos de agua estuvieron muchos años con grasa y sangre y la fosa estaría vinculada a una corriente subterránea que ahora estamos estudiando”, explica el fiscal.

David García, referente de la Fundación Napalpí, confía en que el juicio por la verdad servirá para se entienda en la sociedad la dimensión histórica de la masacre. “Puede impactar tener un espacio de pacificación dentro de las políticas estatales, entre comunidades, criollos e indígenas. Tenemos además nueva generación muy buena, con expectativa distintas y otras miradas”, dice. Si la salud se lo permite, Rosa Grilo se acercará al tribunal para que todos escuchen su testimonio. Repetirá allí lo que ha contado decenas de veces: el avión, las explosiones, la muerte de su padre, la huida al monte con su abuelo y el silencio con el que ocultó a los criollos lo que había vivido. “No estoy mintiendo yo, lo que pasó, pasó”, dice ahora Rosa, a la espera de una memoria reparadora.