Rafael Nadal celebra la victoria ante el griego Stéfanos Tsitsipás, al final del partido.ALEJANDRO GARCÍA / EFE

Son doce finales, y otros tantos títulos en Barcelona. Ninguno, en todo caso, como este último Godó que llega con 34 años y después de una final inolvidable, eléctrica y volátil. De tú a tú. Aroma a Grand Slam: por juego, por quilates, por extensión. Son 3h 38m de frenesí y descargas, de alternativas hasta que Rafael Nadal, inmenso entre las arenas movedizas, sortea un match point, reduce finalmente a Stefanos Tsitsipas (6-4, 6-7(6) y 7-5) y eleva su primer trofeo de esta temporada, el 87º de su carrera. Son ya 60 en tierra batida, 18 cursos seguidos alzando al menos uno. Efectivamente, Nadal ya está aquí. Venía el griego como una bala, con Montecarlo en el zurrón, nueve triunfos en serie y sin ceder una sola manga. Pero se topó con la ley del más fuerte.

Fue un cara a cara frontal, sin medianías. Caretas fuera desde el principio. Puro disfrute para la grada, unas 1.000 personas. Tsitsipas sabía que Nadal iba a buscarle descaradamente el revés, y que si resistía desde ese perfil y no perdía demasiada pista tendría muchos números para salirse con la suya; el español, por su parte, era consciente de que sus opciones pasaban por gobernar con el drive, darle altura a la bola y arrinconar al rival hacia el murete. Así de simple, así de complejo. Así de hermoso. Cartas boca arriba y a pecho descubierto.

El resultado fue un primer parcial fabuloso, de poder a poder. Nadal abrió con un juego en blanco, pero dio un paso en falso al servicio y concedió un break (2-1) que le obligaba a remar a contracorriente, ante un adversario que no ofrecía rendijas, confiado. Lanzado iba Tsitsipas, al que se le empieza a poner cara de tenista importante. Si controla el nervio, el griego es dinamita. Tiene un físico imponente, fuerza y piernas y más piernas; sobre todo, aquello que quizá le permita desmarcarse de sus compañeros de generación: las agallas suficientes, hambre de verdad.

Titubeante otra vez con el saque, Nadal tiró de oficio para compensar el déficit que arrastra desde Montecarlo. Sudó de lo lindo para sacar adelante el quinto juego, tras cometer dos dobles faltas, y tuvo paciencia para encontrar su momento. A la que olfateó que Tsitsipas dudaba, dio un mordisco anímico a la tarde. Después de fallar una volea clara, de esas que rarísima vez perdona, se sostuvo y arreó un sopapo de los que duelen al devolver la rotura (4-4), abortar acto seguido tres bolas de break y redimensionarse para ponerle el lazo al set con otra dentellada. Ahora sí, los liftados funcionaban.

Nadal, cada vez más Nadal. No desencadenado, pero sí en su salsa. Creciente. La historia se le ponía de cara, pero ahí había un pero, tara a enmendar: 30% de segundos en esa primera manga. Fue afinándose, y aún así volvió a partir en desventaja en el segundo set, break arriba el griego (2-1) y apretando fuerte otra vez. Sin embargo, Tsitsipas dejó pasar varios trenes. Se le esfumaron varias oportunidades para abrir brecha y se le volvió a torcer el guion, cada vez más adverso el duelo para él. La fluctuación se repetía. Nadal fue con todo y no solo equilibró (3-3), sino que puso el turbo con la determinación habitual, incisivo, hiriente con el drive. Se agrandaba, menguaba el griego. O eso parecía. Un trampantojo de media tarde, en realidad.

El español lo tuvo a su merced, a un solo un toque con la yema de los dedos para derribarlo. Dos pelotas de partido. A un tris de la estocada final. Pero resulta que Tstistipas no es de los que se arruga, y de repente se sacó de la manga un smash y una volea que desactivaron la luz roja, que no la emergencia porque Nadal le hurgó en la mente levantándole primero un 0-40, y embistiéndole después en el tie-break, 4-2 a su favor y saque. Pero no atinó, resbaló con una doble falta y el ateniense volvió a la carga, al igual que hiciera hace dos meses en Melbourne, en aquella muerte súbita que le devolvió a la vida ese día.

No ocurrió esta vez en Barcelona. Sin contemporizar, ambos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo espectacular. Nada de especulación, las dos derechas a fuego y riesgos por los cuatro costados. Un igualadísimo ejercicio de fuerzas que resolvió el balear a su manera, escapando de una situación límite, de esa zona terminal que seguramente domina como ninguno. Cuando a los demás les entra el tembleque, él da un paso al frente; donde el resto sufre, él se multiplica. Nadal, en su máxima expresión. Su aliada la mística. La cinta le echó una mano en un intercambio tremendo –roce y hacia adelante, benditas revoluciones– y evitó el triunfo de Tsitsipas. Después, ya se sabe: zarpazo, triunfo, gloria. Sobre la arena, él es el rey.

“ESTE TÍTULO, CON CASI 35 AÑOS, SIGNIFICA MUCHÍSIMO PARA MÍ”

La rúbrica de Nadal llegó tras la final a tres sets más larga desde 1991. Y vino acompañada de un fotograma inusual, con el balear lanzando su raqueta a la tierra de la pista que lleva su nombre. Luego, como las 11 veces previas que ganó, atravesó el camino de los recogepelotas y se dio un chapuzón.

“En el tercer set hubo cosas positivas y a nivel mental fue importante. Además, resistí. Se ha decidido por dos o tres bolas. Necesito dar un paso adelante y esta victoria me puede ayudar“, expresó el ganador durante el parlamento final.

“Estar aquí, con casi 35 años, era algo impensable hace 10. Este título significa muchísimo para mí, sobre todo por haber podido jugar con público después del año que llevamos”, continuó el de Manacor, que hoy recupera el número dos en el ranking al desbancar al ruso Daniil Medvedev y que se desplazará a Madrid para abordar su próximo torneo.

Tsitsipas, mientras, lamentó haberse quedado tan cerca del premio final. “He aprendido que el partido nunca se termina hasta el último punto”, afirmó; “realmente, me he quedado a dos centímetros de ganar. No he visto a nadie luchar en una pista como él lo hace”.