Una oficial del Ejército afgano durante un reparto de comida a las familias de los soldados muertos en combate, el lunes en la ciudad de Herat.JALIL REZAYEE / EFE

El anuncio de que Estados Unidos retirará sus tropas de Afganistán el 11 de septiembre ha confirmado los peores augurios de muchos afganos. La población, sobre todo mujeres y jóvenes, teme una guerra civil y el regreso de los talibanes que gobernaron desde 1996 hasta la intervención estadounidense contra Al Qaeda a finales de 2001. Incluso quienes admiten que esa guerrilla y quienes les apoyan también son parte del futuro del país, recelan de sus intenciones y de que cumplan los compromisos que alcanzaron con Washington de cortar sus relaciones con grupos terroristas y respetar los derechos de mujeres y minorías.

Lotfullah Najafizada, director de la cadena informativa ToloNews, resume a EL PAÍS: “El riesgo de que el país se hunda en una guerra civil es alto porque no hay perspectivas de paz. Es muy importante que todas las partes aprovechen la oportunidad y logren un acuerdo de paz antes de la salida de las tropas estadounidenses. De no ser así, hay muchas posibilidades de un colapso y de que se repita lo que ocurrió en los años noventa”.

Lo que ocurrió en la década de los noventa del siglo pasado fue que, en medio de una brutal guerra civil, una milicia más disciplinada que el resto y que contaba con ayuda del vecino Pakistán, se hizo con el poder en Kabul e impuso una ideología islamista radical. Su puritana y patriarcal visión de la sociedad afectó sobre todo a la población urbana. Los talibanes confinaron a las mujeres en sus hogares, sin derecho a trabajar o a educarse, pero tampoco los hombres tenían muchas libertades: las escuelas apenas les enseñaban el Corán, el trabajo escaseaba y en cualquier momento podían ser reclutados a la fuerza.

La intervención estadounidense en 2001 para castigar a Al Qaeda, el grupo responsable de los atentados del 11-S al que los talibanes habían dado refugio en Afganistán, abrió el país al mundo. De repente, las mujeres pudieron salir a la calle (aunque no todas se atrevieron a quitarse el burka), los hombres afeitarse las barbas (hasta entonces obligatorias) y los niños volver a volar cometas, algo que, como la música, el cine o la televisión, habían proscrito los fundamentalistas. Hoy, el 62% de los 38 millones de afganos es menor de 25 años y no tiene un recuerdo directo de aquellos años oscuros.

El avance en derechos humanos, en especial en la situación de la mujer y la libertad de expresión, es, junto a los atascos de tráfico, el signo más visible de aquel cambio. Son numerosos los activistas que, como Fatima Gailani, temen un retroceso ante la retirada estadounidense. “Tiene que hacerse con extremo cuidado”, pedía Gailani, una de las cuatro mujeres del equipo gubernamental que negocia con los talibanes, durante un debate telemático con congresistas de EE UU la semana pasada, en el que recordó que las afganas “han alcanzado mejoras sin precedentes” e insistió en que no sean ignoradas.

En el mismo foro, Shaharzad Akbar, presidenta de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán, advirtió de que “una salida apresurada [de las fuerzas estadounidenses] podría llevar al país a una guerra total”. “Cualquier arreglo que excluya a la población está condenado al fracaso y difícilmente llevará a una paz duradera”, subrayó.

Thomas Ruttig, fundador y codirector del centro de estudios Afghanistan Analysts Network, considera legítimo el temor a que los talibanes vuelvan a las andadas habida cuenta de su “intolerancia a la disidencia política y la opresión, en especial hacia las niñas y mujeres, en las áreas que controlan”. No obstante, en un reciente análisis, también escribe que los insurgentes parecen comprender que, “dado el actual equilibrio de poder en Afganistán (con un Gobierno que aún tiene el apoyo de la comunidad internacional), un arreglo político exige compromisos”.

Sin embargo, el entendimiento se resiste. El presidente estadounidense Joe Biden heredó el acuerdo que la Administración de su predecesor, Donald Trump, firmó con los talibanes en Qatar a finales de febrero de 2020 para retirarse de Afganistán antes del próximo 1 de mayo. A cambio, los insurgentes dieron su palabra de romper con Al Qaeda y negociar una solución política con el Gobierno de Kabul. Un año después, la guerrilla ha conseguido la liberación de 5.000 de sus milicianos encarcelados, pero arrastra los pies ante cualquier compromiso para cesar la violencia o participar en un Gobierno de transición compartido.

De hecho, los talibanes se han mostrado intransigentes ante el retraso de cuatro meses que supone la fecha de retirada anunciada por Biden. “El Emirato Islámico de Afganistán espera la salida de todas las fuerzas extranjeras de nuestra patria en la fecha fijada en el Acuerdo de Doha. (…) Si se incumple el acuerdo (…), los problemas se agravarán y será responsabilidad de quienes lo incumplan”, advertía este miércoles el portavoz de los insurgentes, Zabihullah Mujahid, a través de su cuenta de Twitter.

Existe un consenso generalizado en que, sin la protección estadounidense, las fuerzas de seguridad afganas sucumbirán ante el empuje talibán. Andrew Watkins, analista principal del International Crisis Group para Afganistán, se hace eco de esa preocupación. “La guerra no se ha acabado solo porque se vaya EE UU. Muchos dudan de la capacidad del Gobierno afgano para hacer frente a los talibanes en el campo de batalla y temen su regreso al poder, o al menos la posibilidad de un colapso del Estado y una guerra civil más amplia”, señala en un intercambio de mensajes. En consecuencia, “aumentará el potencial para que la población desplazada busque refugio fuera de Afganistán, lo que debiera preocupar a toda la región, y a Europa”, alerta.