El día que el presidente Andrés Manuel López Obrador esperaba nunca llegara, llegó. Joe Biden es el nuevo presidente de Estados Unidos, y las reglas del juego en la relación bilateral cambiarán. En los últimos días López Obrador ha buscado reescribir cómo será esa relación, pero no como un aliado, sino como si fuera un adversario. No se parece al canadiense Justin Trudeau, que busca una mejor relación que la que tenía con Trump, a partir de los intereses comunes de las naciones, sino como Nicolás Maduro, que busca enemigos externos para cohesionarse internamente, con discursos estruendosos que apelan al nacionalismo. Las agendas de López Obrador y Biden son diferentes, incluso antagónicas, y provocarán fricciones inevitables y, en varios casos, irreversibles.

López Obrador sintetizó las nuevas reglas del juego mexicanas en la relación bilateral durante su aparición matutina en Palacio Nacional, horas antes de la toma de posesión de Biden, donde estableció que lo que permitió a Trump, no lo será más. Sin embargo, el horizonte que esbozó se enfoca en el tema de la seguridad, el punto más débil de su gobierno, el más controvertido, y el que más dudas genera sobre la integridad de su administración. Lo detonó la captura del general Salvador Cienfuegos, acusado de vinculación con el narcotráfico por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, tras la cual López Obrador tomó acciones que vulneran la cooperación bilateral en el tema de la seguridad y violentan acuerdos entre los dos países.

La cooperación, que gira en torno a la Iniciativa Mérida, es insignificante para las necesidades mexicanas, si la política fuera combatir, neutralizar o eliminar al crimen organizado, y en los últimos años se ha enfocado al fortalecimiento del sistema de administración de justicia, y no al envío de pertrechos militares o capacitación policial. El énfasis sobre la Iniciativa Mérida, de la que se queja constantemente, llama la atención por los golpes preventivos a las agencias policiales y de inteligencia de Estados Unidos que ha dado, en lo retórico y en la ley, porque López Obrador no quiere claramente ojos y oídos sobre su gobierno, que mantiene un arreglo tácito con el crimen organizado al haber decidido dejarlos en paz.

El nuevo discurso de López Obrador parece un control de daños ante lo que espera sea una difícil relación con Biden. Algo que lo sugiere es su afirmación ayer que ya no se permitiría que el embajador de Estados Unidos hablara de asuntos internos, refiriéndose sin mencionarlo al locuaz Christopher Landau, el diplomático estadounidense que más se entrometió en política interna desde John Gavin, el enviado de Ronald Reagan en los 80. Landeau ha sido muy crítico de la estrategia de seguridad y por la violación a los acuerdos en materia de inversión extranjera, pero lo habían tolerado sin llamarle la atención.

Frenarle la boca al representante de la Casa Blanca sobre asuntos internos es una buena decisión, porque su vocación injerencista siempre ha tenido que ser acotada. Pero el cambio de línea es radical. Todavía el miércoles, en el final de su cuatrienio, tuvo palabras amables para Trump y lamentó no haber podido despedirse de él por el apoyo que le dio. Uno de esos respaldos, no exigirle trabajar en serio para frenar el trasiego de drogas a Estados Unidos, ni luchar contra los cárteles de las drogas. Ni siquiera aceptó la ayuda de Washington para controlar el tráfico de armas, como denunció Landeau. El no enfrentar al crimen organizado ni colocar barreras al acceso de armas de alto calibre, allana el camino para más sospechas sobre cuál es la esencia de la relación de López Obrador con los cárteles. Desacreditar a la DEA y restarle credibilidad parece la verdadera estrategia detrás de sus acusaciones por la investigación contra Cienfuegos.

En las nuevas reglas del juego planteadas por López Obrador, no hay nada que le preocupe, fuera de la seguridad, aunque debería. La displicencia con la que Trump vio ese fenómeno no será lo mismo con Biden, quien no es un megalómano, sino un político profesional. El narcicismo recíproco que se vivió durante los dos años de relación Trump-López Obrador se acabó, y uno de los primeros puntos en conflicto será el cambio climático, contra el cual ninguno combatió. Biden regresó a Estados Unidos al Acuerdo de París, mientras López Obrador ha ordenado su retirada. Biden apuesta a las energías limpias; López Obrador a los residuos fósiles.

El Presidente se quiso colgar una medalla al afirmar ayer que la reforma migratoria que plantea Biden para regularizar a millones de dreamers migrantes, era una demanda que había hecho al gobierno de Trump. No es cierto. López Obrador fue actor pasivo en la materia. El plan de Biden no retoma sus ideas, sino recupera el programa que se creó durante el gobierno de Barack Obama y que Trump quería sepultar. En cambio, Biden enterrará el plan aceptado por López Obrador de crear en territorio mexicano una estación de espera de decenas de centroamericanos mientras se decidía su asilo en Estados Unidos.

Los diferendos se extenderán al acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá, por el interés de López Obrador de liquidar organismos creados por ese tratado, y violentar reglas en materia de inversión extranjera. El propio acuerdo que lo constriñe será materia de conflicto en el tema laboral, por la presencia de delegados laborales de Estados Unidos en empresas para que revisen contratos colectivos y reporten sobre los estándares salariales y las condiciones en las que trabajan. Sin embargo, nada de eso parece importarle.

El nuevo discurso de López Obrador levanta un muro contra quien investigue a los cárteles de la droga y su protección institucional. Soslayar la determinación de Biden en otros temas donde tienen posiciones antagónicas, no evitará los choques futuros. Las agendas de ambos tienen diferentes prioridades y causarán fricciones inevitables. En algunos casos, ciertamente irreversibles. Y la seguridad, quizás, la primera de ellas.