Llega el verano, llegan los mosquitos. Nada arruina tanto una perfecta velada como su zumbido, que advierte de que su dueño anda en busca de comida caliente. Hay más de 3.000 especies de estos insectos en todo el mundo, suficientes para estropearnos la noche estemos donde estemos.
No es cosa de broma. Estos minúsculos insectos se consideran los animales más mortíferos del mundo y contribuyen a más de 725.000 muertes al año. No existen otras criaturas, ni siquiera las personas, que sean responsables de la pérdida de tantas vidas humanas cada año como los mosquitos. Los humanos asesinan a unos 475.000 congéneres cada año. Las serpientes matan alrededor de 50.000, mientras que los perros (principalmente por transmisión de la rabia) se cobran otras 25.000 vidas. Algunos de los animales más temidos, como los tiburones y los lobos, matan a menos de 10.
En cuestión de mosquitos, tengo mala pata. Si se oye el zumbido de un mosquito en cualquier lugar donde me reúna con más gente, al cabo de un momento el animalito me elegirá como objetivo prioritario de su almuerzo. Eso me lleva a plantearme un par de cuestiones: ¿por qué zumban los mosquitos en los oídos? ¿Acaso no han aprendido que su molesto ronroneo va seguido inmediatamente de un intento —por lo general fallido— de acabar con él a manotazos? Y sobre todo: ¿por qué me eligen a mí y no a mi compañero de mesa, que se me antoja más apetitoso?
¿Por qué zumban los mosquitos?
Ala del mosquito. La mitad en forma de peine, dibujada en azul, se raspa contra la parte amarilla cada vez que el mosquito agita sus alas.
Los mosquitos no zumban para avisar a sus víctimas, sino para llamar la atención de otros compañeros dispuestos a aparearse. No pueden evitarlo. Lo único que sucede es que cuando dan vueltas alrededor de tu cabeza en busca de un lugar para aterrizar y picar, su zumbido suena más fuerte.
De lo que sí puede estar seguro es de que, aunque los dos sexos zumben, el que le ronda procede de una hembra. Los machos no pican: se alimentan de néctar.
Unas y otros se necesitan para lo de siempre: aparearse. El doctor Louis M. Roth, que dedicó su juventud a estudiar para el Ejército de Estados Unidos la fiebre amarilla transmitida por los mosquitos, publicó en 1948 un artículo en el que, entre otras muchas curiosidades sobre el mosquito Aedes aegypti, se dio cuenta de que los machos ignoraban a las hembras siempre que estas descansaban en silencio.
Eso sí, en cuanto las chicas levantaban el vuelo y zumbaban, los machos las perseguían frenéticos. Los enjambres de cientos de machos estaban tranquilos hasta que una hembra penetraba en el enjambre. Tan pronto como la hembra es detectada por el sonido de su vuelo, los machos se apresuran a interceptarla guiados por el sonido. Roth, al que le sobraban imaginación y tiempo, descubrió que los fogosos machos querían aparearse con el magnetófono que emitía grabaciones con zumbidos de las hembras e incluso con diapasones que vibraban en la misma frecuencia.
En 2017 dos investigadores rusos ofrecieron pruebas abrumadoras sobre el papel excepcional que desempeña el sonido en la vida de los mosquitos, que se debe a un órgano que descubrió hace más de siglo y medio un médico de Baltimore, Christopher Johnston. Microscopio en mano, Johnston descubrió que tienen un órgano en su antena (conocido desde entonces con el poco original nombre de orgánulo de Johnston), que les permite reconocer el zumbido de otros mosquitos.
Johnston pasó a mejor vida sin dar con el mecanismo que producía ese ruido. Entre otras cosas porque no lo buscó, convencido como estaba de que el truco residía en cambios en la vibración producidos por modificaciones del batido de las alas. Pasó medio siglo antes de que otros científicos descubrieran exactamente lo que provoca el zumbido. Los entomólogos británicos Arthur E. Shipley y Edwin Wilson describieron en 1905 un órgano dentado situado en la base de las alas que hace de carraca y provoca el sonido cuando las alas se mueven.
¿Por qué siempre me toca a mí?
Veamos por qué y cómo las hembras de mosquito seleccionan a sus víctimas. La clave está en el invisible paisaje químico del aire que nos rodea.
Los mosquitos interpretan ese paisaje mediante comportamientos especializados y órganos sensoriales capaces de leer los sutiles rastros químicos que exudan nuestros cuerpos. Los mosquitos dependen del dióxido de carbono para encontrar a sus huéspedes. Cuando expulsamos aire de nuestros pulmones el dióxido de carbono no se mezcla inmediatamente con el aire. Se queda temporalmente en efluvios que los mosquitos siguen como las ratas al flautista de Hamelín.
Los mosquitos perciben esos efluvios y, como hacen los sabuesos, persiguen el rastro a medida que perciben concentraciones más altas que las que contiene el aire ambiente normal. Usando el dióxido de carbono, los mosquitos pueden localizar objetivos situados hasta 50 metros de distancia.
Bien, ahora el mosquito que va a picarme ha localizado el grupo en el que yo, su víctima propiciatoria, me encuentro. Las cosas comienzan a personalizarse cuando el mosquito está aproximadamente a un metro del grupo de objetivos potenciales.
A corta distancia, los mosquitos tienen en cuenta una gran cantidad de factores que varían de persona a persona, incluyendo la temperatura de la piel, la presencia de vapor de agua y el color de la ropa. Los científicos creen que las variables más importantes en las que se basan los mosquitos a la hora de elegir a una persona determinada son los compuestos químicos producidos por las colonias de microbios que viven en nuestra piel. Las bacterias convierten las secreciones de nuestras glándulas sudoríparas en compuestos volátiles que son captados por el sistema olfativo situado en las antenas de los mosquitos. Esos complejos compuestos químicos, más de 300, varían de persona a persona en función de su genética y del entorno.
Según un artículo publicado en la revista científica PLOS ONE, las personas con una mayor diversidad de microbios en la piel tienden a tener menos picaduras de mosquitos. Las sutiles diferencias en la composición de los efluvios químicos producidos por las diferentes colonias de bacterias cutáneas pueden explicar las grandes diferencias en la cantidad de picaduras.
Como no podemos controlar los microbiomas de nuestra piel, poco podemos hacer salvo evitar vestirnos de negro, porque a los mosquitos les encanta ese color. Este verano me vestiré de amarillo.