Cajal (centro), flanqueado por Carmen Serra (izquierda) y Enriqueta Lewy.

En un escándalo denunciado por la comunidad científica desde hace décadas, la mayor parte del legado del nobel Santiago Ramón y Cajal lleva desde 1989 almacenado en una sala del actual Instituto Cajal, un centro del CSIC localizado cerca del estadio de fútbol del Real Madrid. Allí, en una de las cajas, llama la atención una serie de dibujos de 1932, por su contenido —son minuciosos esquemas de las terminaciones sensitivas del clítoris— y también por sus firmas: C. del Valle y Mª G. Amador.

Los escritos de Cajal, nacido en 1852 en la aldea navarra de Petilla de Aragón, muestran los pensamientos de un hombre ilustrado de su época. En su libro Charlas de café, publicado con casi 70 años, reflexionaba sobre el “feminismo militante y bullicioso” que, a su juicio, germinaba hace un siglo: “Aunque se demuestre —y ello desgraciadamente tiene algunos visos de verdad— que la mujer actual vale, tomada en conjunto, intelectualmente menos que el hombre, siempre podrán las feministas argüirnos: ‘Esperad que la sociedad conceda a todas las jóvenes de la clase media el mismo tipo de educación e instrucción que al hombre, dispensando además a las más inteligentes de la preocupación y cuidado de la prole, y entonces hablaremos”.

Una nueva investigación revela que el propio Cajal acogió a algunas de esas mujeres pioneras que desafiaban el machismo de la época y empezaban a ocupar el espacio reservado durante siglos a los hombres. Entre ellas figuran Conchita del Valle y María García Amador, ilustradoras en el laboratorio de Jorge Francisco Tello, uno de los primeros discípulos de Cajal. En un artículo en francés publicado en 1932 sobre las “terminaciones sensitivas de los órganos genitales externos”, las dos mujeres dibujaban con maestría el órgano del placer sexual femenino a partir de disecciones de cadáveres al microscopio. “Creemos que es el primer artículo científico que se publicó sobre la inervación del clítoris”, subraya Fernando de Castro, del Instituto Cajal.

El nuevo trabajo, publicado en la revista Frontiers in Neuroanatomy, descubre el insólito papel de estas mujeres en la denominada Escuela de Cajal. Cuando el ya ganador del Nobel de Medicina recibió la medalla Echegaray, en 1922, elaboró una lista con sus discípulos. Allí, entre 27 hombres, aparecen los nombres de dos mujeres: Laura Forster y Manuela Serra.

Forster, una médica australiana nacida en Sídney en 1858, llegó al laboratorio de Cajal procedente de la Universidad de Oxford en 1911 para “aprender a dominar las técnicas” del sabio español. En uno de sus trabajos científicos, la investigadora relataba que el propio Cajal le había sugerido que explorara la degeneración traumática en la médula espinal de las aves, un fenómeno que él ya había estudiado en mamíferos. Al publicar sus resultados, la australiana expresó “las más cordiales gracias al Dr. Cajal por sus amistosos consejos”.

En sus Charlas de café, el neurocientífico rebatía a “los detractores de la mentalidad de la mujer” que ponían sobre la mesa “el volumen y peso exiguos” del cerebro femenino para defender su supuesta inferioridad. “Buena parte de los genios y talentos superiores poseyeron un cerebro pequeño o mediano, igual o apenas superior al promedio del de la mujer. De mí sé decir que, habiendo contemplado en la Sociedad Real de Londres el vaciado de la cabeza de Newton, quedé admirado de la exigüidad de su capacidad craneal”, argumentaba, sin embargo, Cajal.

“La presencia de mujeres en los laboratorios era totalmente inusual”, recalca Elena Giné, coautora de la investigación y profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. “Cajal incluyó a Forster y a Serra en su Escuela porque las consideraba al mismo nivel que los hombres”, subraya.

Manuela Serra y su hermana Carmen eran ayudantes en el laboratorio de Cajal. No eran médicas, pero Manuela llegó a firmar en 1922 un artículo de investigación en solitario, sobre las células del tejido nervioso de la rana. “Hay muy poca información disponible y ni siquiera tenemos fotografías de ella [Manuela Serra]”, lamentan los investigadores, que también citan a la médica toledana María Soledad Ruiz-Capillas (1902-1990) y a su colega cántabra María Luisa Herreros (1917-1985) como investigadoras del círculo del Nobel español.

Cajal, pese a todo, ha sido habitualmente acusado de machismo, como señala la historiadora Sacramento Martí en su libro Misoginia y comprensión en clásicos españoles del siglo XX, publicado por la editorial Áltera en 2015. Martí recuerda una de sus reflexiones más polémicas, también extraída de Charlas de café: “La reina de las hormigas da a la esposa ejemplo insuperable de recato y de modestia. Bella, esbelta y alada durante el efímero velo nupcial, arráncase las alas y reclúyese de por vida en el hogar para consagrarse, asistida de abnegadas obreras, al cuidado y multiplicación de la prole”.

El equipo de De Castro analiza un factor que “contribuyó a la idea de que en la Escuela de Cajal no había mujeres”: el libro Santiago Ramón y Cajal: el hombre, el sabio y el pensador, publicado en 1977. Su autora, Enriqueta Lewy, se incorporó como bibliotecaria al Instituto Cajal en 1926, cuando solo tenía 16 años. Su dominio del alemán facilitó la correspondencia de Cajal con otros científicos europeos. Las memorias de Lewy, escritas tras su exilio en la Unión Soviética y China a causa de la guerra civil española, daban la idea de que ella fue la única mujer en el entorno del padre de la neurociencia. “Es curioso que, siendo una persona muy activa en el movimiento feminista, no mencionase al resto de mujeres ni siquiera de pasada”, apunta De Castro.

La neuropsicóloga Cristina Nombela, de la Universidad Autónoma de Madrid, defiende la relevancia del trabajo de aquellas pioneras, incluso el de las ilustradoras del clítoris Conchita del Valle y María García Amador. “Estas señoras no hacían un trabajo de calcar, sino que tenían un estilo y firmaban sus obras, como artistas”, explica. A juicio de Nombela, el redescubrimiento de estas mujeres olvidadas por la historia obliga a revisar la percepción que se tiene de Santiago Ramón y Cajal. “Yo, honestamente, creo que, para su época, no era machista”, sentencia.