Egos, rencillas y jet-lag. Qué mejor mezcla para reventar el statu quo institucional de la Unión Europea y desencadenar un cambio de era política en solo una noche de verano tan estéril como intensa. La fallida cumbre del 30 de junio no ha resuelto ni uno solo de los nombramientos para la que se había convocado.
El cruce de carreras ascendentes y descendentes de algunos líderes europeos, la tensión interna en el Partido Popular Europeo y el cansancio acumulado por algunos presidentes tras 16 horas de vuelo desde Osaka formaron el explosivo cóctel que ha dejado a la UE, de momento, sin designar a los futuros presidentes de la Comisión Europea, del Consejo y del Banco Central Europeo, entre otros cargos en juego.
El riesgo de descalabro institucional es evidente. Pero, a cambio, la desastrosa cumbre puede aspirar a situarse entre las legendarias citas que han marcado la evolución del entramado comunitario. Y ponerse, tal vez, a la altura de lo que en Bruselas se llama “el drama de Corfú”, en alusión a la cumbre de 1994 que desembocó en la supresión el derecho de veto en la elección del presidente de la Comisión Europea. O codearse con la pesadilla de Niza en 2000, la cumbre europea más larga de la historia (cuatro noches, entre el 7 y el 11 de diciembre) en la que se quebró la pareja París-Berlín y se inició el dominio de una Alemania reunificada.
La aciaga noche de verano de 2019 también huele a ruptura histórica, tanto a nivel institucional como de liderazgo político. Por primera vez, el Consejo Europeo se ha comportado claramente como una cámara política, con los presidentes de Gobierno alineados en función de sus lealtades partidistas. Y nunca antes se había visto a la todopoderosa canciller alemana, Angela Merkel, desbordada por una negociación que, según fuentes diplomáticas, “se le ha ido de las manos” dentro de su propia familia política.
La nueva dinámica del Consejo, con Macron o Sánchez negociando en nombre de sus familias políticas casi tanto o más que en representación de sus países, unido al declive evidente de la canciller de pies de plomo lleva a la Unión hacia un nuevo escenario en pleno inicio de legislatura y poco antes de una reestructuración organizativa (por el Brexit) y financiera (con el nuevo marco presupuestario.
El detonante de la politización del Consejo ha sido el llamado sistema de spitzenkandidat (candidato principal en alemán) para elegir al presidente de la Comisión Europea. El modelo, impulsado por el Parlamento Europeo, concede prioridad casi absoluta a los aspirantes designados por los partidos políticos inutilizando de facto la potestad del Consejo para proponer un candidato a la presidencia de la Comisión.
Tras el estreno forzado en 2014 y la posible consolidación en 2019, el spitzenkandidat obliga a replantear el reparto de poder entre las instituciones comunitarias. “Se avanza hacia un sistema bicameral, con cámara de Estados, en el Consejo, y de representantes, en el Parlamento”, señala una fuente europea al tanto del proceso de selección del nuevo presidente de la Comisión.
Los Gobiernos europeos ya percibieron la primera sacudida hace cinco años, cuando fueron incapaces de bloquear el nombramiento de Jean-Claude Juncker, designado por el PPE como su candidato principal para la Comisión. Tras aquel susto, se comprometieran a fijar nuevas normas para la elección pero el proyecto cayó en el olvido una vez se puso en marcha la Comisión Juncker, la más política de la historia, según su presidente.
En 2019, el Parlamento ha vuelto a sorprender al Consejo, con una defensa clara de Manfred Weber y Frans Timmermans, los dos candidatos principales designados, respectivamente, por el PPE y por Socialistas & Demócratas (S&D). La apuesta favorece esta vez claramente a los socialistas. Pero con independencia de quien salga elegido, la reforma del sistema parece inevitable. Y como apuntaba Weber en una reciente entrevista con EL PAÍS “la UE no puede volver a tomar decisiones por la puerta de atrás”.
Tanto Merkel como Macron apuntaron este lunes en las ruedas de prensa posteriores a la cumbre que el modelo actual (basado en el Tratado de Lisboa) resulta poco operativo. Para la canciller alemana, coloca al Consejo ante una tarea hercúlea de buscar un candidato con respaldo mayoritario entre los Gobiernos pero que solo se puede elegir entre los designados por los partidos.
El tiempo de Merkel para plantear reformas, sin embargo, parece agotado. Su fecha de caducidad como canciller (2021, si agota el actual mandato) y sus evidentes dificultades para controlar al formidable aparato del PPE la invalidan como artífice de la solución futura.
Macron, en cambio, sí parece dispuesto a asumir la responsabilidad de poner fin a unos mecanismos diplomáticos, basados en los contactos de las capitales, que no se corresponden con la realidad política de la UE del siglo XXI.
“Debemos cambiar nuestras reglas”, ha pedido el francés. “Mientras no reformemos el funcionamiento del método intergubernamental no seremos creíbles en la escena internacional ni ante nuestros ciudadanos”, advertía Macron tras la frustrante noche del 30 de junio.
Atrás empieza a quedar el Consejo como un viejo foro intergubernamental, dominado por diplomáticos encargados de tejer acuerdos sin fijarse demasiado en el color político de los posibles aliados o contrincantes. A la hora de alcanzar acuerdo, el peso de la historia, la geografía o la economía contaban mucho más que las siglas de la familia política de los respectivos gobiernos.
Atrás podrían quedar también las periódicas trifulcas diplomáticas por el reparto de cargos. Unas grandes y largas batallas (19 horas la del domingo) de aspecto épico vividas de cerca. Y francamente esperpénticas cuando se observan desde la distancia temporal o geográfica.