Javier, un muchacho de San Pedro Sula (Honduras), de 19 años, va subido a la parte trasera de una camioneta tarareando canciones del verano, como si todo lo que le rodeara fuera una divertida aventura. Pone, a través del altavoz de su celular, un hit de reguetón de hace algunos años. Y lo canta y lo baila con su cuerpo menudo y fibroso, agarrado a las barras del maletero abierto de una pick up que enfila las curvas de la selva de Chiapas (México). Tiene un tatuaje de un ojo pintado en la yugular, una playera verde, unos jeans desgastados y sucios y unos tenis Converse de color gris. “Nosotros ganamos bien, pero no podemos venir por aquí así… Venimos como migrantes, ¿ve?”. Pero su cara dice que él no está huyendo de nada.

Va de pie en esa camioneta con Pedro y con Ramón (nombres ficticios para proteger su seguridad), que recorren este camino de Honduras hasta la frontera con Estados Unidos dos veces al mes. Son los coyotes o polleros y este viaje es solo uno más. Junto a ellos, llevan sentados a otros seis hondureños, que ni cantan, ni bailan y casi no hablan: Jorge, de 43 años, con su hija sordomuda, Samantha, de 16; Esther, de 22, que abraza a su hija Angely, de cuatro; y Moisés, de 28, con su hijo Josua, de 10. Ellos sí están huyendo. Y solo miran al piso de la camioneta asustados, desgastados, derretidos.

A las orillas de la carretera, se aleja una selva imponente, que se fortalece con los 35 grados grasientos de temperatura. Entre sus sombras caminan otros grupos de migrantes perdidos, con las suelas de los zapatos arrancadas, llenos de barro hasta el pecho, bañados en sudor. Están a pocos kilómetros al norte de la frontera sur con Guatemala, a media hora en coche de Tapachula (Chiapas). Consiguieron entrar ilegalmente en México y su rumbo a partir de ahora será siempre hacia el norte.

Los seis migrantes salieron de su país el 17 de junio, cinco días antes de llegar al punto en el que están ahora. Un día antes de que Andrés Manuel López Obrador anunciara el despliegue militar en la frontera sur y todo México se convirtiera en menos de 45 días en el enorme muro que siempre exigió Donald Trump. En lo que va de año han transitado por el país 500.000 migrantes de forma ilegal, según datos oficiales, y la tendencia apunta a que para finalizar el año haya cruzado alrededor de un millón, el doble que hace tres años.

Esa camioneta ha sido un respiro para el grupo. Un golpe de suerte. Un vecino de Chiapas los había visto unos minutos antes arrastrando los pies por la cuneta y les tocó el claxon para que subieran. Rápido. Si la policía ve que él lleva migrantes en su coche, también se puede meter en problemas. Los tres coyotes los arreaban como un ganado pesado, viejo. “Hay que apurarse. Las cosas no están tan fáciles ahora. Cuando lleguemos a Mapastepec, descansamos en lo que nos cae el dinero ese… ¿Ya te dijeron de eso, Ramón?”.

Los coyotes nunca llevan más de lo justo encima. Ni siquiera llevan una mochila. Lo necesario para sobornar a los chóferes de las combis, que desde que López Obrador aumentó la presencia militar en las carreteras, han triplicado la tarifa para bajarlos antes del punto de revisión o recogerlos en algún camino de terracería y acercarlos al municipio más cercano. Lo justo también para pagarle a los policías judiciales que revisan en la carretera mercancías ilegales, policías municipales, agentes de migración. Para comprar más cara el agua y unas quesadillas solo con queso y mucha lechuga…Pero nada más. Hasta los primeros 150 kilómetros de recorrido tienen sus cálculos de mordida cubiertos. En diferentes pueblos recogen dinero en efectivo que les envían unos contactos a través del Banco Azteca, muy utilizado en Latinoamérica para las remesas. “Vamos a tener que subir los precios, ahora hay que pagar a más gente… Solo hay que saber a quién”.

—Yo no sé ni dónde estamos.

Los migrantes llevan unas 12 horas de caminata y trayectos cortos de furgonetas. Están a 107 kilómetros de Tapachula, en un municipio pequeño hacia el interior de Chiapas: Mapastepec. No conocen nada de México, pero sus polleros parecen criados en las comunidades de la selva chiapaneca, aunque sean también de Honduras.

Javier, Pedro y Ramón explican cómo funciona un oficio que aprendieron desde adolescentes. Los tres son hijos de padres polleros y han “movido” gente desde los 12 años. “Pero mire, ha cambiado mucho. Nosotros hemos tenido que hacer contactos acá en México”. En San Pedro Sula enganchan a familias y les cobran alrededor de 3.500 dólares por persona. Pero el precio varía, han llegado a cobrar 8.000. El objetivo de estos muchachos es llevarlos hasta una “base” en Sonora.

Estos coyotes hondureños trabajan para el Cártel Jalisco Nueva Generación, considerado como el más poderoso de México según la Agencia Antidrogas estadounidense (DEA, por sus siglas en inglés). Los tres están fichados en México y en Estados Unidos como traficantes de personas, pero aseguran que cuando los detienen aquí —les ha sucedido al menos una vez a cada uno— utilizan sus contactos y pronto están fuera. “A mí no me da miedo que me agarren, yo sé que ellos mismos nos sacan”, suelta convencido Javier.

En Sonora los entregan y pagan por cada uno 500 dólares. Aseguran que cuando los llevan a una base, esta se llega a llenar con 60 o 70 personas cada día. “¡Y hay muchas bases allá. Imagínese el negocio!”. Y de ahí, el crimen organizado se encarga de cruzarlos a Estados Unidos. En total, después de pagarle al narco y sobornar a cualquiera que amenace con avisar a una autoridad, sacan unos 7.000 dólares al mes cada uno. Un trabajo que hacen cada dos semanas. “Subimos gente y bajamos a Honduras. ¡Fum! Rápidos en el tren”.

—Apúrense, nos vamos al tren. No podemos seguir por aquí, no es seguro.

El regreso de La Bestia
La Bestia la utilizan generalmente para bajar, no para subir. Y menos con familias. Pero las cosas han cambiado en México. El nuevo contexto de militarización de la frontera sur les ha obligado a modificar una ruta que iba a consistir en autobuses locales y largas caminatas por el monte. Son las 14.00 horas del viernes 21 de junio y en Mapastepec han decidido que se van a ir a lomos del ferrocarril de mercancías que cruza México de sur a norte. La tomarán desde Arriaga, otro municipio a 150 kilómetros de donde están.

— ¿No le da miedo subir con su hija ahí?

—Uno como migrante no tiene plan b. Regresar jamás es una opción.—responde Jorge.

No son los únicos que han tomado este rumbo. “Tenemos documentado con claridad que en los primeros meses de este año, los operativos del Gobierno hicieron que el tren se reactivara al menos en algunos tramos como el de Arriaga”, explica el catedrático del Conacyt y adscrito al Colegio Frontera Sur, Abbdel Camargo. “A los albergues ya han llegado muchos que nos cuentan que han tenido que tomar La Bestia, pese a que los riesgos siguen siendo altos, los policías privados que lo vigilan han llegado a disparar contra ellos, además de las bandas que los extorsionan, los amenazan, los secuestran…”, añade el director del Servicio Jesuita Migrante, Arturo González.

Las imágenes de los militares formados en diferentes puntos del sur mexicano o los soldados mexicanos persiguiendo familias que intentan cruzar el Río Bravo (en la frontera con Texas) han dado la vuelta al mundo. Pero sobre todo, una: la de la de un padre y su hija, Óscar y Valeria, ahogados en este río, que ha mostrado de manera cruel hasta dónde llega el aumento de la represión contra los que huyen del hambre y la violencia.

No es la primera vez que un Gobierno mexicano trata de sellar la frontera para complacer al vecino del norte. En 2014, con el conocido como Plan Frontera Sur, Enrique Peña Nieto movilizó operativos hacia los puntos migratorios y atacó directamente al tren: aumentó la velocidad, la vigilancia y colocó muros de hormigón para ahuyentar esas imágenes de migrantes hacinados en las paredes del ferrocarril como si fueran de la India.

Esas medidas no disminuyeron el flujo migratorio, pero sí desplazaron a los migrantes hacia otras rutas, siempre más inexploradas y más peligrosas si cabía. Y ahora, defensores de derechos humanos y académicos intuyen que sucederá lo mismo. “La historia nos dice que cuando hay más policía, se beneficia al tráfico de personas internacional y está directamente relacionado con el aumento de las violaciones a derechos humanos de los migrantes, principalmente la extorsión, robo, lesiones y secuestro”, señala González.

— ¿Con los retenes militares en la carretera, tienen ahora menos trabajo?

—No, al revés… Tenemos más. —añade contento Ramón, otro de los coyotes.

El mayor de este grupo de migrantes, Jorge Rodríguez, de 43 años, tiene los ojos grises como la camiseta sudada que se sacude asqueado. Anima a su hija Samantha, de 16, que no puede oír ni hablar con nadie, es sordomuda, aunque su padre asegura que si pudiera, tampoco se quejaría. Se hablan por gestos, no con el lenguaje de sordomudos, sino con uno que él y su mujer inventaron con las manos. Es la segunda vez que intenta llegar a Estados Unidos con Samantha. La anterior fue hace solo un mes.

“Si ponés el nombre del papá de mi hija en gogle [Google], ahí te sale con noticias de droga y asesinatos. Él es de la Mara Salvatrucha, ¿le suena? Y como se entere de que me traje a mi hija… Ay, no. Ese no ha intentado matarme solo una vez. Mire”, Esther (nombre ficticio también) muestra las cicatrices de un cuchillo en su brazo. “Viene hasta acá y me mata. Yo no puedo regresar, vendí hasta los calzones de mi niña para salir de allá”.

En los cinco días de viaje desde que salieron de San Pedro han dormido apenas dos horas cada noche. Este viernes comenzaron su marcha a las tres de la madrugada, una ruta mucho más larga de lo habitual, pues esquivar la autopista implica perderse por el monte. Han cruzado ríos, se han caído en barrizales y hay que cargar a la niña de cuatro años, pues sus tenis se han quedado sin suela. Javier ha dejado de cantar y la lleva sentada en sus hombros. Por las vías del tren, aprietan el paso y rezan para que en ese trayecto que tienen que pasar de más o menos un kilómetro, no aparezca un grupo de hombres armados.

—Mire, yo no persigo ningún sueño americano. Yo estoy huyendo, ¿entiende?”.