Por la recta que lleva a Perote -la carretera con más topes por metro lineal en Veracruz y muy probablemente en el mundo- vi a un perro muy serio que trotaba de prisa. Era un streeter-cruzado-con-callejero de pelambre grasiento decorado con costras de lodo aquí y allá. El rabo mordisqueado y una oreja gacha me dijeron que era un rudo entre la jauría del rumbo. Sin embargo, algo había en su porte que me cautivó. Era, ¿cómo decirlo?, cierta altivez, un aire de firmeza y seguridad y una mirada inteligente y reflexiva.

“¿A dónde irá ese perro con tanta prisa?”, me pregunté. ¿”Qué asuntos
urgentes tendrá en una mañana de sábado?” En el tope coincidimos. Se detuvo
con las patas delanteras sobre la joroba y el morro en alto, la cabeza ligeramente ladeada. La oreja gacha, trozada por mitad, se agitó en la brisa. Nuestras miradas se encontraron y entonces, seguro de que no le echaría el auto encima, cruzó la vía y se perdió en una calle polvorienta.

Ese encuentro me recordó que he conocido a muy pocos perros en mi vida.
A resultas de la revolcada que me dio una vieja dálmata en casa de mis abuelos paternos, les tengo miedo. Tendría yo tres años y comía una salchicha que se le antojó al viejo, chimuelo y casi ciego animal. Se acercó, olfateó el bocado, dio una tarascada y se llevó la salchicha con todo y mi mano. Grité. La perra se espantó y quiso correr pero no me soltaba. Apareció el abuelo. Volaron cintarazos.

Llegó la abuela con el “¡Jesús!” y el “Santísimo” en la boca. Me rescataron. La perra fue enviada al exilio. La salchicha se perdió en el ajetreo y yo me quedé con un terror a los canes que más de medio siglo después no me puedo quitar.

De mis escasos encuentros perrunos, tengo algunas memorias divertidas y
otras sobrecogedoras.

Hace como cien años, mis hermanos y yo adoptamos a “roldán”, el pastor
alemán de un vecino. Lo rebautizamos “tribilín” y durante algunos días lo
alimentamos de lo que mamá ponía en la mesa. La pobre, que a diario batallaba para estirar un magro gasto, se puso como basilisco y salimos todos, niños y perro, a escobazos. Pero los niños y los perros hablan el mismo idioma y en las noches siguientes “tribilín” encontró una ventana abierta y una cama para no dormir a la intemperie… hasta el domingo en que mis horrorizados padres descubrieron a su camada abrazada al perro que, lo juro, roncaba.

Con el tiempo crecí y me casé. Una madrugada después de una juerga
descubrí en la cochera a una famélica y asustada perrita y en un arrebato la adopté y la llevé a casa… con los resultados que imaginará el lector. Yo tuve más suerte que el animal, pues dormí en el sofá. Luego fui padre de una hijita y un día la hijita quiso un perrito. En una tienda de mascotas adquirí por una cantidad exorbitante una bolita de pelo con ojos, garantizada libre de pulgas y enfermedades contagiosas que, a la manera de la película de los Gremlins, en poco tiempo se transformó en el perro más tonto del mundo y en una nauseabunda máquina de lamer.

Un domingo por la mañana, sobre la autopista a Cuernavaca, un chucho
corrió entre los coches en el momento en que yo aceleraba la motocicleta y quedó paralizado en la trayectoria de 450 kilos de metal y conductor. No fueron más de tres segundos. Lo vi aplanarse sobre la panza. En su mirada, que se trabó con la mía, apareció un espanto de muerte, una visión del fin del mundo. En la siguiente escena voy patinando sobre mi costado izquierdo con el casco chirriando en el asfalto, la motocicleta vuela fuera de la carretera y el perro va rumbo al Olimpo de sus antepasados.

Otra tarde, de entre una milpa a la orilla de un camino, aparecieron tres
perros enormes que corrían y brincoteaban en una extraña danza erótica. El que iba a la cabeza hizo una cabriola, tomó tierra y se aventó en la trayectoria del auto, su mirada fija en mí, los belfos hinchados, la lengua de fuera, todo él una expresión de júbilo. Quedó atorado en la defensa y lo arrastré un buen trecho antes de lograr orillarme.

También he sido agredido por estos acólitos de San Roque. Apenas la otra
noche, en un restaurante de postín, un diminuto y perfumado braco me estuvo
gruñendo y mostrando los colmillos cada vez que su dueña se descuidaba. Y en mi anterior empleo andan diciendo que yo fui culpable de la muerte de la pelusa, compañera del canelo. La pobre quedó en calidad de calcomanía cuando se rehúso a darle el paso a un camión materialista.

Creo que destapé la Caja de Pandora del mundo canino. Parece que el
amor a los perros es más intenso que el amor por la justicia. “¿Cómo es posible que le tengas miedo a los perritos, si son lo más lindo del mundo?”, exclama con voz aguda mi cuata AB, la que tiene un doctorado en ciencia política. Cuando le recuerdo que hace poco un rottweiler destazó a su dueño, que están documentados casos de doberman que se almorzaron a los bebés que debían cuidar y que en la obra de Orwell napoleón utiliza a los mastines que secuestró cuando cachorros para oprimir a los demás animales de la granja, responde con un mohín de fastidio: “¡Ay, tú siempre tan exagerado!”

De vez en vez un conocido me para en la calle y con ojo entrecerrado y voz
silbante quiere saber si realmente lancé los 450 kilos de mi motocicleta contra un indefenso perrito en la carretera a Cuernavaca. Pone ojos de plato cuando digo que así fue y alza los hombros con desdén al escuchar el tímido colofón de mi aventura: tres meses con un cabestrillo y una fortuna en medicinas y rehabilitación.

El colmo es CM. Luciendo la más brillante de sus sonrisas me extendió un
libro de Benítez Carrasco y con ironía afilada cual estilete de Capeto apostrofó: “Pues nunca he sabido que a un periodista alguien le haya escrito un poema…

¡como sí ha sucedido con los perros!”: Con una pata colgando / -despojo de una pedrada- / pasó el perro por mi lado. / Un perro de pobre casta. / Uno de esos callejeros / pobres de sangre y de estampa.

Respondí que estaba equivocada. Que en la poética popular bardos hubo
que cantaron a los informadores. “¿Ah sí?”, contestó. “¿Cómo quién?” Me exprimí el seso y sólo recordé las formidables estrofas de Guillermo Aguirre: En torno de una mesa de cantina, / en una noche de invierno, / regocijadamente departían / seis alegres bohemios. Ella examinó sus cuidadas uñas y sin mirarme dijo: “Sí, claro. Ustedes los periodistas… son… medio… bohemios, ¿verdad?”

Me doy cuenta de que es imposible ganar y acepto que en el poema de
Benítez hay al menos una estrofa con imágenes afortunadas, aquella que reza: Y adiós la desconfianza. / Que ya se tiende a mis pies / a tiernos aullidos habla, / ladra para hablar más fuerte, / salta, gira, gira, salta, / lloran, ríen, ríen, lloran / lengua, orejas, ojos, patas, / y el rabo es un incansable / abanico de palabras.

Y desde luego que es mérito de condigno, si esta condición se puede
aplicar a un poeta, que imagine un cielo de los perros en donde un San Roque recibe a los gozques y los recompensa por los sufrimientos en su valle de lágrimas: Para ti… un rabo de oro, / para ti… un ojo de ámbar; / tú tus orejas de nieve; tú, tus colmillos de escarcha. / Tú… tu muleta de plata.

Estoy deprimido. ¡Protesto! Sólo quise documentar mi escasa relación con
el mejor amigo del hombre. No me merezco un trato así. Quizá deba regresar al columnismo político. Entonces nadie se metería conmigo.
Mas no puedo dejar de preguntarme: ¿a dónde van los perros?