Reunión con periodistas y expertos militares, organizada por el Kremlin en enero, para mostrar que uno de sus polémicos misiles no incumple el tratado INF. MAXIM SHEMETOV REUTERS

El principal acuerdo que puso orden y consenso en el desarrollo de las armas nucleares desde el final de la Guerra Fría, el INF, ha caído. Y despojados del corsé que les limitaba, la tensión entre Rusia y Estados Unidos ha reactivado la carrera por el rearme. Una escalada compleja en una nueva era de armas más modernas y poderosas que puede desencadenar una crisis global. Porque mientras Vládimir Putin y Donald Trump se acusan mutuamente de incumplir el pacto y poner en riesgo la estabilidad mundial, ambas potencias observan a China, que, sin las cortapisas del acuerdo nuclear, desarrolla una poderosa industria militar.

El esquema de la Guerra Fría ya no sirve. El tablero geoestratégico es ahora mucho más variado —y peligroso— que durante los años de crisis entre el bloque occidental capitalista, liderado por EE UU, y el oriental comunista, por la Unión Soviética. En un tiempo de tensiones crecientes y una industria de defensa con arsenales modernos, y dispositivos rápidos y variados hay múltiples agentes que compiten por bloques y unos con otros. Rusia y Estados Unidos; China; Israel; las nuevas potencias nucleares de India y Pakistán; Corea del Norte, equipada con armas nucleares y misiles de largo alcance.

Y son jugadores reales, lo que complica la tarea de mantener la estabilidad estratégica. “Ahora existe un mayor riesgo de que se usen armas nucleares en un conflicto, algo que parecía casi impensable durante el apogeo de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia después de 1991”, diagnostica para el Centro Carnegie de Moscú el general ruso retirado Vladímir Dvorkin, de la Academia Rusa de las Ciencias. La situación actual podría ser la repetición en el siglo XXI de una “nueva guerra fría armamentística” aunque más compleja, coincide Alexandra Bell, segunda en el escalafón directivo del Centro para el Control de Armas y No Proliferación de Washington. “Una vez logramos zafarnos del abismo nuclear, pero puede que no seamos tan afortunados la siguiente”, alerta la experta.

Firmado por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en 1987, el tratado sobre armas de corto y medio alcance (INF) fue el principio del fin de la carrera armamentística y de la Guerra Fría. Por primera vez, EE UU y la Unión Soviética no solo se comprometían a limitar sus arsenales nucleares si no a destruirlos. Y llegaron a deshacerse de cerca de 2.700 ojivas nucleares y de toda una categoría de misiles de crucero de tierra de medio alcance (entre 500 y 5.500 kilómetros). Armas que todavía hoy son particularmente atractivas y desestabilizadoras, porque permiten alcanzar un objetivo en menos de diez minutos desde una distancia segura de la línea del frente sin dejar apenas capacidad de reacción; lo que aumenta el riesgo de un conflicto nuclear global si se produce una falsa advertencia de lanzamiento.

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Con el tratado, y pese a que tanto EE UU como Rusia tienen un amplio catálogo de misiles lanzados desde el aire y el mar —más caros y que requieren mayor mano de obra—, ambas potencias nucleares redujeron sus armas de 63.000 en 1986 a cerca de 8.100 a día de hoy. Y lo que fue todavía más crucial, el acuerdo Reagan-Gorbachov ayudó a evitar un conflicto nuclear durante los días más difíciles de la Guerra Fría.

Tras los anuncios de Trump y de Putin de que sus respectivos países se retiraban del INF, quedan unos seis meses para salvar del derrumbe definitivo del acuerdo. Y con el tratado nuclear clave convertido en papel mojado empieza el rearme. Y la nueva y costosa carrera de armamentos nucleares probablemente será global. Porque las tensiones entre Moscú y Washington han desatado la preocupación mundial. El ministro de Economía alemán, Peter Altmaier, afirmó este domingo que, pese a que desea que el acuerdo firmado hace casi tres décadas se mantenga, no descarta el rearme de su país. No hacerlo “debilitaría” la posición negociadora de Alemania, dijo en una entrevista.

Así que llega la hora de medir fuerzas. Y sobre todo entre dos países liderados por hombres que adoran las demostraciones públicas de fortaleza militar. En marzo del año pasado se vio un aperitivo de ello. En su discurso anual sobre el estado de la nación, y con una escenografía dirigida a alentar los ánimos patrióticos de los rusos, el presidente Putin presentó un misil “invencible” e hipersónico. Y en su intervención —en la que aseguró que los nuevos sistemas podrían penetrar en el escudo antimisiles de EE UU— incluyó vídeos de animación que mostraban múltiples ojivas dirigidas a Florida, donde Trump pasa a menudo sus vacaciones. Un gran golpe de efecto.

Cinco veces más rápido que el sonido
Rusia probó uno de esos misiles hipersónicos a finales de diciembre del año pasado, el Avangard. Fue, según el líder ruso, un “regalo de año nuevo” para sus ciudadanos. Pero también un gesto hacia Washington y el presidente estadounidense, que ya había denunciado que Moscú incumplía el INF con otro cohete polémico, el misil de crucero de tierra SSC-8 (conocido en Rusia como 9M729), que Moscú ha desplegado en cuatro batallones en dos bases al este de los Urales; cerca del mar Caspio. Un arma que EE UU ve como una forma de intimidar a Europa —especialmente a las antiguas repúblicas soviéticas—, pero que según el Kremlin no vulnera el pacto.