Militares recorren un ducto en Guanajuato (México). MÓNICA GONZÁLEZ

No hay Gobierno que no reciba ataques de sus opositores, pero parte de su labor es aprender a separar el ruidero de la crítica atinada y útil

En las redes y los medios mexicanos el discurso de odio por el actual Gobierno, sus integrantes y cada una de sus acciones es un espectáculo cotidiano. Parte de este encono, cómo dudarlo, proviene de miembros, simpatizantes y clientelas de anteriores Gobiernos y de los grupos políticos que se vieron desplazados del poder tras las elecciones federales del año pasado. Es abucheo automático, digamos. Otra parte procede de quienes, visceralmente y al margen de los hechos, sienten antipatía por el presidente y sus adeptos y por cualquier tufo político diferente del que acostumbran, y se dedican a replicar fake news sin ningún pudor (“¿Ya vieron que están implantando la educación socialista?”). Pero no toda la crítica es odio ni todo el desacuerdo es complot. Existe, finalmente, una parte más, y no es la menor: la de quienes, desde razonamientos y posiciones distintas de las del Gobierno, revisan cada día las noticias y se sienten intranquilos o directamente irritados por el rumbo que está tomando la administración.

Porque, aunque así lo quieran entender y presentar muchos adeptos del Gobierno, no toda la crítica está manipulada por poderes oscuros ni motivos arteros. Y esto no tendría que ser motivo de escándalo. Es normal y deseable que en una democracia se levanten voces que señalen los yerros, incongruencias, y patinazos del poder y le abran, así, un camino para enmendarlos. La infalibilidad, me temo, no forma parte de la teoría democrática. Nadie puede pretender que “su” presidente no incurre jamás en pifias ni mucho menos sostener que los gobernados carezcan del elemental derecho de reclamo, sean cuales sean los porcentajes de inconformes sobre el total de la población. Las elecciones las gana el que tiene más votos pero, en una democracia, se gobierna para todos y a todos se escucha. Ningún porcentaje de votos recibidos da carta blanca para ignorar a los demás. Y allí se encuentra uno de los flancos más endebles del gobierno mexicano: que le cuesta, y mucho, oír algo que no sea su propia voz.

No hay Gobierno que no reciba una ola constante de ataques de sus opositores. Pero parte de su labor es aprender a separar el ruidero de la crítica atinada y útil (distinguir las voces de los ecos, diría Machado) y actuar en consecuencia. La personalidad de Andrés Manuel López Obrador y la del movimiento que encabeza ha acusado los largos años de fungir como la principal oposición del país. Pero la campaña ya se acabó, y ahora les corresponden las responsabilidades de la jefatura de Estado (y el comando de las dos cámaras legislativas). Y eso incluye dejar de entender su comportamiento cotidiano como una batalla y comenzar a entenderlo como un servicio general.

No: el Gobierno no ha sido infalible y pretender lo contrario es hacerse tonto. El proyecto de la Guardia Nacional va directamente en el sentido contrario de las promesas de campaña de desmilitarizar el país. El recorte del subsidio a las estancias infantiles y el torpe comentario de que a los niños “mejor que los cuiden sus abuelos” da mucho en qué pensar en cuanto al progresismo oficial. La blitzkrieg lanzada contra el robo de combustibles provocó una crisis de abasto (y de credibilidad) que pudo minimizarse con una mejor comunicación y un plan de contingencia menos improvisado. Los forcejeos con el Conacyt o episodios como la presión que orilló a renunciar a Daniel Goldin de la Biblioteca Vasconcelos nos hablan de una falta de sensibilidad preocupante. Y estos son solo botones de muestra. Lo cardinal es que un Gobierno que no sepa dialogar, negociar, escuchar, tomar el pulso de las verdaderas necesidades de los ciudadanos, está condenado a atravesar tormentas… cuando no al naufragio. La victoria de un político no es llenar las urnas de votos: es dejar un país mejor del que recibió. Y eso no se puede si el capitán cree que todas las voces que le avisan de que tiene un iceberg delante de las narices lo hacen por joder.