El presidente francés, Emmanuel Macron, el pasado día 5 en París. AURELIEN MEUNIER

El éxito de Jair Bolsonaro en Brasil ha insuflado nuevo aire en las velas del populismo ultraderechista global. Con razón, muchas miradas escrutan ese horizonte para comprender las razones por las que legiones de ciudadanos muy enfadados apuestan por opciones tan radicales. Pero conviene fijar también la atención en el otro polo, que en este caso es todo el terreno político socialdemócrata, democristiano y liberal. Se mire como se mire, con telescopio o microscopio, la alarmante sensación es la de estar observando un tanatorio con escasísimas excepciones de vitalidad. Falta carisma, faltan ideas, falta energía, falta valentía.

El campo del progresismo en Occidente se halla desprovisto de líderes con empuje. En EEUU e Italia está directamente descabezado; en Alemania, se mueve bajo un liderazgo frágil igual que en la Escandinavia antaño gran laboratorio socialdemócrata; en Reino Unido, Jeremy Corbyn ha revitalizado el laborismo, pero hasta el más generoso de los jueces concedería que se trata más de una reliquia del siglo XX que una propuesta de siglo XXI. Algo parecido ocurre con otro líder izquierdista en auge, el mexicano López Obrador. En el resto de Latinoamérica, no hay síntomas de proyecto de progresismo moderado viable. A nivel paneuropeo, la familia socialdemócrata sufrirá para encontrar un candidato inspirador a la presidencia de la comisión. Los años noventa –con Clinton, Blair, Schroeder, Jospin y Prodi- quedan a años luz. Tenían, sin duda, grandes defecto; pero, sin duda también, gran capacidad de arrastre detrás de sus ideas.

El panorama democristiano se presenta igual de asfíctico. Totalmente descompuesto en Italia, cada vez más escorado hacia la derecha radical en Francia y España (Wauquiez y Casado), aferrado a una líder de otro tiempo y sin relevo claro en Alemania. Los candidatos a la comisión de su grupo parlamentario europeo tampoco mueven masas (el bávaro Manfred Weber y el finlandés Alex Stubb).

El terreno liberal no anda mucho mejor, aunque al menos cuenta con figuras como Emmanuel Macron y Justin Trudeau que tratan de boxear en el escenario de esta batalla global. Macron se halla en una situación de colapso total de su índice de aprobación nacional pero, gusten o no sus propuestas, se le debe conceder haber entendido las reglas del nuevo juego. El partido de Trudeau acaba de sufrir una derrota en Quebec.

En la dicotomía entre sociedades abiertas y cerradas, los partidarios de las primeras parecen seguir subestimando la inmensa frustración de enormes estratos de la ciudadanía occidental. Se vio en el Brexit, con Trump, en el referéndum sobre las FARC en Colombia, las elecciones italianas, y ahora con Bolsonaro. La fuerza del tsunami sugiere que no son suficiente paños calientes en formato de pequeña reformas. Hace falta un pensamiento radicalmente nuevo, adapto al nuevo tiempo y a las legítimas inquietudes de decenas de millones de ciudadanos.

Hacen falta nuevos líderes con la energía y visión suficiente para arrojar un arsenal de pedradas de inteligencia contra la oscuridad que avanza. En forma de ultraderecha populista en Occidente; en forma de líderes autoritarios cada vez más asertivos en Asia (Rusia, China, Turquía, etc.). Pero parece que los mejores talentos rehúyen la política.