En México, como en algunos otros países, la presencia de un guardaespaldas es el toque que da, a quien lo tiene, respetabilidad, prestigio, poder, dinero, entre otros atributos.

Son los guaruras, que así también se les conoce, inconfundibles por sus trajes comprados en Sears, Suburbia u otra tienda departamental de segunda. Esto, sin descontar su corte de pelo tipo militar, cinturón abajo del estómago y, en muchos de los casos, bigote bien recortado, al estilo Mauricio Garcés.

Se les ha considerado un mal necesario y en algunos casos un buen negocio para las compañías dedicadas a dar “seguridad” de todo tipo.

En cierta ocasión –hace muchos años- el “Tigre”, conocido golpeador y guardaespaldas, quedó sin trabajo al morir su patrón, un reconocido periodista de espectáculos (de un infarto) En su desamparo, estuvo buscando quien supliera al difunto.

El “Tigre”, era un joven de 1.80 m. aproximadamente, moreno, fuerte y con cicatrices de viejas peleas. Su historial no dejaba mucho a la imaginación y “sólo” tenía doce ingresos a la peni. Acostumbraba acudir a “La Canción” o al bar “Polo”, ubicados uno casi junto al otro en un punto estratégico entre La Lagunilla, Tepito y Garibaldi, sobre lo que ahora es el Eje Central.

Parroquiano asiduo a ese par de antros de mala muerte, conocí al guardaespaldas de mi fallecido amigo. tuve el error de invitarle un día una torta y un refresco –raro, pero el Tigre no tomaba alcohol- y de ahí no se me despegó durante larga temporada.

Así, por ahí de las seis de la mañana, casi finalizando una de mis parrandas, me acerqué al sanitario, al fondo del centro nocturno “La Canción”, esperando que saliera otro usuario.

Una voz ronca –que así la tenía- se escuchó a mis espaldas:

– ¿Va a pasar mi jefe?

– Sí, no te preocupes “Tigre”, espero. Dije.

– Mi jefe va a pasar- le gritó el improvisado guardaespaldas al ocupante del sanitario

Una respuesta, acompañada de dos o tres mentadas, indicaron que el usuario del sanitario no tenía la más mínima intención de salir con celeridad.

Unos instantes después, el “Tigre”, con una mano arrancó la puerta –tipo cantina-y con la otra levantó al tipo agarrado de las solapas, al tiempo que le soltó fuera del recinto:

¿No escuchó que mi jefe quiere entrar?

Cuando llegué a mi casa, recapacité en que los guaruras no siempre dan seguridad, pues en esa ocasión el tipo pudo haber sacado una pistola y, jefe y guardaespaldas, hubieran quedado en el lugar.

Al poco, fui comisionado para realizar algunos trabajos en Centroamérica y luego acudir a una campaña presidencial de casi nueve meses, así que me alejé de la ciudad más de un año y me distancié de mi guardaespaldas, de quien supe después había muerto en una riña, recibiendo más de una docena de puñaladas.

Tuve además al “Güero” Batillas –gatillero y protector profesional de los años cincuenta, recién salido de la penitenciaría, después de largo periodo preso- con él cerveceaba en el restaurante “El Hórreo”; y recordaba pasajes de la vida del pintoresco personaje en la peluquería Nieto. Conté también con la asistencia de otro viejo gatillero que me recomendó Nachito, el cantinero de El Palacio; pero se me murió de un infarto en su primera actuación frente a unos malosos.

En nuestro país, varios salvaguardias trascendieron por diversos hechos. Hubo un par que, de ser boleteros (taquilleros) de cine, pasaron luego a guaruras y más adelante llegaron a ser respetables ciudadanos. No me consta, pero eso dicen las malas lenguas.

En Europa, la historia de compromisos y matrimonios entre guaruras y las damas a quienes debían cuidar es larga. Más de una princesa, condesa, duquesa y demás pléyade de títulos se ha enamorado de su acompañante, acostado y terminado en el altar.

Vladimir Putin, en la antigua Unión Soviética pasó de ser un guardaespaldas, agente de la terrible KGB, a una especie de emperador de todas las Rusias del siglo veintiuno.

Después de esas historias, me he preguntado cómo logré sobrevivir, hasta ahora, sin más guaruras.