Un grafococo con quien he cruzado palabra dos veces en la vida, recientemente puso por escrito en su columna -por cierto recién indiciada desde la cuarta transformación- lo que piensa de mi: soy, publicó, “un nefasto”.
Tan delicada proclama de admiración y afecto me provocó un arrebato de
hilaridad. En más de 50 años de ejercicio profesional me han endilgado toda suerte de cualidades y he sido objeto de casi todos los elogios y no pocos dicterios, pero “nefasto”… francamente nunca antes.
Pasado el momento festivo me pregunté si el escribiente tendría conciencia de lo que escribió. La facilidad con la que en nuestros medios se hornean opinadores -que no columnistas-, tiene como consecuencia que muchos espacios sean escaparates de puñaladas traperas a la sintaxis, zancadillas a la sindéresis, bofetadas a la ortografía y hervideros del lugar común, prendas que se suman a otras virtudes frecuentes en el gremio: solemnidad, arrogancia, impunidad, ignorancia, servilismo y adjetivitis. Del humor no digo nada, porque le huyen como Avelino Pilongano al trabajo (Borolas dixit).

Tampoco me extenderé sobre la pereza mental, porque me da flojera.
Detengámonos entonces en la adjetivitis, palabreja que, de más está decir,
acabo de acuñar. Los adjetivos son, y perdón por el lugar común, armas de dos filos

Cuando alguien carece de capacidad para expresarse, ¿qué mejor que echar mano de ellos? Son como golpes de látigo: breves, sonoros, lacerantes. Suenan bien. Y evitan pensar demasiado.

¿Y qué decir de los lugares comunes? No hay cláusula de tal naturaleza que no hormiguee con estos cómodos amiguitos. El primero que dijo “el astro rey” fue un poeta; el segundo, un mentecato. Lo mismo para “vital líquido”, “lago hemático”, “primer mandatario”, “adorable esposa”, “monstruo de los celos”, “sonrisa maquiavélica”, “caiga quien caiga”, “semilla de odio”, “deleitar la pupila”, “adorador de Baco” y un interminable
etcétera.

Regreso a lo de “nefasto”, pues en verdad quiero entender lo que quiso decir aquel grafococo que ahora anda muy atareado dando explicaciones de la publicidad oficial que su inefable página recibió. Como en realidad no sabe quién soy, de qué estoy hecho y cuál es la naturaleza de las prendas académicas e intelectuales que me adornan, supongo que cuando me asestó el calificativo o tenía la mente en blanco, o sufría dispepsia o estaba enojado por razones metafísicas o tal vez necesitaba cinco líneas más para cerrar el espacio. Todo puede ser, aunque mi diagnostico es que se trata de otra víctima del virus de la adjetivitis.

Nefasto tiene dos acepciones: a) en la Roma antigua, el día festivo en que estaba prohibido ocuparse de asuntos públicos, y b) funesto, ominoso, detestable.
Descarto por obvias razones la primera. Y de la segunda, ¿qué soy? Funesto
quiere decir aciago, triste y desgraciado. Aciago sí lo aceptaría. Triste y desgraciado definitivamente no. Ominoso significa de mal agüero, abominable, execrable, muy malo. Esas virtudes no suenan tan mal, pero tampoco me describen con exactitud, salvo quizá la de “muy malo”. Detestable significa abominable, execrable, aborrecible,
pésimo. Quizá no las rebatiera porque a fin de cuentas cada cabeza es un mundo y las filias y fobias personales son sentimientos muy primarios que ni yo ni nadie va a cambiar.

¡Vaya! Un solo y funesto adjetivo me ha dado catorce definiciones que con un poco de empeño podría crecer exponencialmente… aunque no lo haré para no dar lugar a que alguien me tache de columnista político.

Creo que he demostrado mi argumento. Los adjetivos y sus hermanos los
lugares comunes son como una droga o, mejor, un afrodisíaco para el onanismo de ciertos grafococos que hoy en día aparecen como hongos después de la lluvia. Es fácil enviciarse con ellos y crean dependencia. Y como cualquier droga, despachan a cuanta neurona se les ponga al frente.
Juzgue si no el lector: ¡ahora mismo me dieron tema para un artículo plagado de adjetivos y lugares comunes!