La contribución de la que habla López Obrador para la pacificación del país no pasa por negociaciones directas con los criminales. Tener tratos con delincuentes es un delito que se castiga.
No puede el presidente Andrés Manuel López Obrador normalizar la pax narca. Es inaceptable la ligereza de sus declaraciones avalando que cinco obispos, desesperados por la incompetencia y negligencia del gobierno, hayan establecido contacto con las organizaciones criminales que controlan Chilpancingo y la región de Tierra Caliente en Guerrero, para alcanzar una tregua que reduzca la violencia. Asume parcialmente la responsabilidad de su gobierno para proveer la seguridad, pero tolera que la política se mezcle con la delincuencia en ese estado y que la presencia de miles de militares sea ornamental.
No es nuevo que religiosos traten de persuadir a los cárteles de la droga de que paren su violencia y asesinatos. Pero la sorpresa por el anuncio de los obispos de Guerrero este miércoles es que se da en el momento de un repunte dramático en la violencia, con asesinatos y disrupción de la vida cotidiana ante la mirada pasiva de López Obrador y la gobernadora Evelyn Salgado, que ha sido omisa en su responsabilidad.
Los obispos reconocieron que no tuvieron éxito, porque dos organizaciones criminales predominantes, Los Tlacos y La Familia Michoacana, están aferradas a mantener los territorios conquistados en Tierra Caliente, Taxco, Chilpancingo y Acapulco, pero como dijo a la prensa el obispo emérito Salvador Rangel, “vamos a seguir insistiendo con ellos para que se pacte una tregua y la paz en Guerrero, (porque) el gobierno del estado no quiere buscar una salida a este problema, a lo mejor por dos cuestiones. Una porque no les interesa, y la otra porque está coludido con alguna organización criminal”.
López Obrador vio esta iniciativa “muy bien”, porque piensa que las iglesias deben “ayudar” en la pacificación del país a la cual contribuyan negociando directamente con los narcotraficantes. “Siempre, los sacerdotes, pastores, integrantes de todas las iglesias participan, ayudan en la pacificación del país”, dijo López Obrador. “Me consta en Michoacán y lo hacen en otras partes”.
Es una aberración lo que dice.
La contribución de la que habla López Obrador para la pacificación del país no pasa por negociaciones directas con los criminales. Tener tratos con delincuentes es un delito que se castiga. Y nadie, ni el Presidente mismo, tiene atribuciones para llegar a acuerdos con individuos o grupos al margen de la ley.
Lo que sostuvo atenta contra el andamiaje jurídico que debería anteponer y reforzar, al tiempo que estimula y crea incentivos para construir espacios metaconstitucionales que permitan la intermediación con criminales que, tanto en Guerrero como en Michoacán, donde abiertamente admite y aplaude un delito, ha resultado un fracaso porque la ley de los narcotraficantes es la que impera.
López Obrador lleva más de una semana quejándose de que en las redes sociales se ha impulsado una etiqueta que lo categoriza como “narcopresidente”, pero con declaraciones y posiciones como las que tuvo este jueves, no se ayuda a sí mismo. Al reconocer a las bandas criminales como interlocutores válidos y reconocidos por el Ejecutivo mexicano, con quienes todos puedan hablar si con ello “contribuyen a la pacificación del país”, permite la conjetura de que está haciendo lo mismo con los cárteles de las drogas, nutriendo la percepción que le echan en cara en las redes sociales, y lejos de reducirla, la fortalece y la está arrastrando hacia el camino de lo verosímil, sin entender que ese recorrido termina como verdad.
Sus propias palabras no lo ayudan. “Nunca antes en Guerrero como ahora habían estado protegiendo al pueblo con elementos del gobierno federal”, dijo ayer el Presidente desde la 12ª Zona Naval en Acapulco, donde se atrinchera cada vez que visita el puerto. “Deben ser como 20 mil elementos, entre marinos, Ejército y Guardia Nacional”, agregó con imprecisiones. Ha desplazado al estado a 29 mil elementos para que los vean, pero no para actuar contra los criminales, que tienen tomado Acapulco, incendiado Chilpancingo, aplastado Taxco, controlando la sierra y las salidas al mar para el trasiego de drogas.
Tampoco lo respaldan sus inacciones. Pese a los informes del fiscal Alejandro Gertz Manero sobre las presuntas vinculaciones de la alcaldesa de Morena en Chilpancingo, Otilia Hernández, con Los Ardillos, la banda criminal que disputa la capital del estado a Los Tlacos, el Presidente no le ha hecho caso. No se conoce de una investigación oficial por sus reuniones y negociaciones con el jefe de esa banda criminal, ni hubo reacciones negativas a su aspiración de ser candidata al Senado. De acuerdo con informes gubernamentales, hay cuando menos 40 municipios en Guerrero, dos terceras partes del total, que están controlados por el narcotráfico.
¿Entonces, Presidente?
La Zona Naval, donde estuvo ayer, se encuentra al otro lado de la bahía de Acapulco, donde se ubica el Mercado Central, cuyos locatarios pagan diariamente 200 mil pesos por derecho de piso a los grupos criminales, cerca de Caleta y Caletilla, donde éstos han comenzado a cobrar piso a las casas, ampliando su abanico de extorsión, y un poco más retirado de las colonias populares, donde hay reportes de que en casas marcadas como beneficiarias de los programas sociales, los malosos les han tocado la puerta para que les den el dinero que les dio el gobierno. En las comunidades vecinas de Acapulco no hay Fuerzas Armadas. La seguridad la proveen los narcotraficantes.
La culpa de todo esto, dijo ayer López Obrador, son los gobiernos anteriores, cuya inacción propició el surgimiento de grupos de autodefensa. Cierto. El gobierno de Enrique Peña Nieto estimuló su formación, con una mezcla de ciudadanos y narcotraficantes, para combatir a otros narcotraficantes. Durante ese sexenio en Guerrero nacieron grupos de autodefensa, algunos dirigidos por actuales políticos de Morena, que se involucraron en secuestros y extorsiones. Sin embargo, a lo largo de la gestión de López Obrador, siguen y han proliferado esos grupos, muchos de ellos convertidos en brazo armado de narcotraficantes, y la violencia en Guerrero, como en el resto del país, se ha elevado en términos absolutos.
López Obrador actúa como Poncio Pilatos, pero la realidad lo ubica en su justa dimensión. La pax narca que anima no es la solución.