Hoy, en el día Internacional del trabajo doméstico, unas 700.000 mujeres en Colombia se despertaron una o dos horas antes de que saliera el sol para llegar a su trabajo una o dos horas después del amanecer. Se levantaron sabiendo que estarían cuatro o cinco horas de pie en el transporte público para ir cuidar las casas y los hijos de otros, y luego regresar a limpiar su propia casa y cuidar a sus hijos. Si esta mañana se despertaron con gripa seguramente fueron a trabajar, porque más del 80% no tiene un contrato laboral que les permita descansar cuando se enferman sin perder su ingreso. Un dinero que necesitan, aunque sea mínimo: muchas gastan hasta 25% de su presupuesto mensual en los dos o tres buses que pagan a diario.

“Es un trayecto muy difícil, muy complicado”, dice una de ellas. “Yo salgo de mi casa faltando 15 o 20 minutos antes de las 5 de la mañana, para estar a las 8 en mi trabajo”, añade para un podcast que desde el 2021 colecciona los testimonios de las trabajadoras domésticas en el transporte público de Colombia, México, Bolivia y Perú: Invisible Commutes, lo que se traduciría a ‘Trayectos Invisibles’.

“Empezamos este podcast para sacar estas historias a la luz, que son tan difíciles y tan ocultas a la vez”, dice Valentina Montoya, académica experta en movilidad y género, profesora en la Universidad de los Andes, y quien considera que hasta los urbanistas que planean los ambiciosos megaproyectos de movilidad olvidan que las trabajadoras domésticas son quienes más pasan tiempo en el transporte público. En Bogotá, Montoya calcula que muchas de las trabajadoras pueden gastar hasta siete horas diarias en transporte público — más que las personas de cualquier otro oficio.

“Un problema clave, que hay que repensar, es por qué las zonas residenciales donde trabajan están tan mal conectadas a los sistemas de transporte público. Es una realidad en todas las ciudades de América Latina”, dice Montoya. Muchas trabajadoras bogotanas, por ejemplo, deben subir a pie todos los días una parte de los cerros orientales para llegar a los edificios o casas con vista a la ciudad en barrios exclusivos como Rosales o Santa Ana, que como no se entienden como zonas de trabajo, no se prioriza allí el transporte público. Sus habitantes, la gran mayoría, se mueven en carro particular.

Hoy Invisible Commutes lanza su tercera temporada con un episodio sobre las trabajadoras que atraviesan todos los días la carrera séptima, una avenida bogotana que conecta el centro histórico con los barrios más pudientes al norte de la ciudad. “Llego a mi trabajo con los brazos acalambrados, ya cansada”, dice una mujer que se despierta a las cuatro de la mañana y quien debe colgarse a las barras de varios buses llenos para llegar al trabajo. “Es una vía que se encuentra muy llena de tráfico”, dice otra sobre la séptima, aunque varias aclaran que se despeja ocasionalmente para llegar al trabajo, cuando van de sur a norte. El problema más grave es volver a casa, en la noche, con miles de trabajadores más que regresan hacia el sur. “Es una tragedia”, dice una tercera.

Quizás algunos creen que estas historias son invisibles porque las trabajadoras domésticas son una pocas, pero Montoya aclara que, de acuerdo a cifras de la Organización Internacional del Trabajo, son muchas. “Para que tengamos una magnitud: mientras en el mundo una de cada 25 mujeres que trabaja es una trabajadora doméstica, pero en América Latina es una de cada cinco. 20% de las mujeres que trabajan por un salario son trabajadoras domésticas”, explica.

En las últimas décadas la gran mayoría de esas trabajadoras pasaron de ser “internas” a trabajar por días —es decir, pasaron de vivir en su lugar de trabajo a hacerlo en su propio hogar (más del 83% vive ahora en su casa). Con ello ganaron mucho en independencia, pero perdieron mucho por el transporte. Dependen del sistema de buses, porque ganando el salario mínimo (o incluso menos) no pueden comprar un carro ni una motocicleta. Y atravesar la ciudad en bicicleta no es una opción cuando se tienen que despertar a las cuatro de la mañana y pedalear dos o tres horas. “Me inmovilizaron el pie por casi un mes y medio”, cuenta Claudia Patricia, una trabajadora a la que un carro atropelló cuando intentaba llegar al trabajo en bicicleta.

El problema del monopolio del bus no es solo el tráfico. En esas largas horas las trabajadoras también son más vulnerables al acoso sexual, a los robos, y la contaminación ambiental. De acuerdo a una investigación académica en el que Montoya es coautora, las trabajadoras domésticas de Bogotá están más expuestas a la contaminación: consumen 179 µg de partículas partículas de menos de 2.5 micras, un 67% más que los hombres que utilizan el transporte público bogotano.

“Una noche venía la buseta totalmente llena (…) y nadie se atrevió a decirle: oiga, respete a la señora”, cuenta Elena Perdomo, una trabajadora de Neiva, que vivió acoso sexual en un bus que la devolvía a su hogar. Perdomo se sintió violentada pero también muy sola cuando nadie salió a defenderla a pesar de que ella elevó su queja. “Uno, como mujer, se siente muy desamparado”, dice. No es para menos. Los trayectos diarios que hacen ella y otras miles de mujeres todos los días suelen ser, como dice el podcast, invisibles.