AMANDINA CATRALA

Era un caso aislado. Una rara avis de la probabilidad. Una de esas pocas pacientes desafortunadas que pueblan los libros de texto de la carrera de medicina como ejemplos a pie de página de que las anomalías estadísticas también son posibles en un quirófano. Eso creían, al menos, cuando todo comenzó.

La primera mujer llegó al Hospital Materno-Infantil de Durango el 14 de octubre. Traía unos dolores de cabeza terribles. Un mes antes, el 15 de septiembre, se había sometido a una cesárea en el Hospital del Parque. El anestesiólogo que realizó la operación trabajaba también en el Materno-Infantil —tener empleos en varias clínicas es una práctica habitual entre los médicos en México para completar los huecos del salario— y decidió atenderla allí. Nadie podía sospecharlo, pero acababa de caer la primera ficha de un dominó que descubriría un brote de meningitis causado por un hongo que ya ha matado a 25 mujeres, un hombre y ha contagiado a más de 70 personas.

Aunque, entonces, la palabra meningitis era solo un rumor.

Christian Herrera (33 años) llega un día de principios de diciembre a una cafetería con vistas a la catedral de Durango. Acaba de terminar un turno de ocho a ocho en el Materno-Infantil y todavía lleva la ropa de trabajo bajo una chaqueta negra. Tiene la cara grande, el pelo rapado, unas gafas cuadradas y patillas que se convierten en una perilla rala y delimitan sus facciones como el marco de una fotografía. Él, ginecólogo, fue uno de los primeros médicos en atender a aquella primera paciente.

La mujer se sometió a varias pruebas pero nada cuadraba. No eran capaces de encontrar un diagnóstico que justificara las náuseas y mareos, esos aguijones que se le clavaban en el cráneo sin motivo aparente. El examen neurológico no dio inicios “francos” de meningitis, explica Herrera, “pero algo estaba pasando, el dolor no se quitaba”. La primera pista vino de la mano de una punción lumbar: extraer una muestra de líquido cefalorraquídeo y analizarla químicamente. Encontraron un déficit de glucosa: hipoglucorraquia, en lenguaje médico.

—Es un dato indirecto que indica que hay un proceso infeccioso: dejé tres platos y alguien se comió dos.

La duda había llegado para instalarse. “Creíamos que había algo, pero no sabíamos qué”. Aplicaron un “tratamiento de sospecha”: antibiótico y esteroides para “pegarle a lo que sea que estaba ahí y ayudarla a desinflamar”. El 20 de octubre ingresó la segunda paciente con los mismos síntomas. El 21 la tercera. El 23 la cuarta. Los análisis de las cuatro presentaban hipoglucorraquia. Todas habían recibido cirugías en el Hospital del Parque, todas con el mismo anestesiólogo. El rumor empezaba a tomar forma.

—Empezamos a pensar que no era una casualidad.

“Me vi otra vez en la pandemia”
El anestesiólogo, que está siendo investigado y ha declinado hablar con este periódico, estaba preocupado. No entendía por qué cuatro de sus pacientes estaban sufriendo esos síntomas, cuenta Herrera. Los niveles de dolor de las mujeres se encontraban por las nubes y les administraron Dexametasona. “Clínicamente, mejoraban muchísimo”, narra el ginecólogo, “después de ese medicamento algunas dejaron de tener síntomas”. “En ese momento, el principal sospechosos era el mismo anestesiólogo. Pero empezaron a reportarse otros casos con otros especialistas”, continúa.

—Ahí dije: ‘Algo está pasando’. Sentí miedo, me vi otra vez en la pandemia.

Llegó el viernes. Para el lunes siguiente, la primera paciente tenía programada una punción lumbar para controlar su evolución. Pero durante el fin de semana se quebró la calma. La mujer empezó a convulsionar. Sufrió un aneurisma que acabó en hemorragia. Entró en muerte cerebral. “Aquí no se hacen eutanasias, se deja que las constantes vitales vayan desapareciendo. Fue la primera muerte cerebral, pero no fue la primera fallecida oficial”, explica Herrera. Era 24 de octubre y todo acababa de empezar.

Las dudas poco a poco comenzaban a disiparse. Aplicaron el tratamiento estándar para una meningitis causada por una bacteria, la forma más común en que se presenta la enfermedad. Un neurólogo aventuró la hipótesis de que el origen podía ser un hongo. “En el mundo de la meningitis las que son por hongo son muy extrañas. Casi todas son pacientes inmunodeprimidas o que han sufrido un traumatismo grave o una cirugía a nivel neurológico”, apunta Herrera.

“En cuanto a estadística, estábamos entrando a lo más raro de lo raro. El problema fue cuando empezamos a verlo en otros pacientes. Hasta ahí seguíamos aferrados a la teoría de que era un caso aislado”. Un familiar aceptó que realizaran una necropsia al cuerpo de la primera víctima. Y la sospecha se confirmó: se trataba de Fusarium solani, un hongo. El rumor se había convertido en certeza.

—Ahí fue cuando empezó el verdadero terror.

Las otras tres pacientes siguieron el camino de la primera. Después de unos diez días de aparente mejoría, todas sufrieron hemorragias que las llevaron a la muerte cerebral. Los casos empezaron a multiplicarse en otros hospitales. Las autoridades sanitarias decidieron trasladar a todas las infectadas al Hospital General 450 y a otros dos centros públicos donde el día a día se volvió un infierno. Maribel Nava, madre de Nancy, una de las contagiadas, lo describía como una pesadilla: “Muchas chicas convulsionaron y los doctores corrían de un lado a otro. Mi hija me decía: ‘¿Por qué gritan auxilio?’ Yo la mentía porque sabía lo que estaba pasando. No me he despegado de mi hija, no quiero quitarle los ojos de encima”.

El miedo a la impunidad
Las muertes cerebrales desencadenaron una investigación que identificó cuatro clínicas privadas como el origen del brote: el hospital del Parque, el San Carlos, el Dikcava (que ni siquiera tenía licencia) y el Santé. El hongo apareció en cuatro lotes de un anestésico local, bupivacaína, utilizado para operaciones cortas, principalmente césareas. De ahí que la inmensa mayoría de afectadas sean mujeres jóvenes. Después de analizar muestras del fármaco, la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) estableció que no existía una contaminación de origen en los medicamentos, pero sí identificó la presencia de “hongos y bacterias” en los cuatro centros de salud.

Un sanitario que trabajó en tres de ellos y prefiere no dar su nombre los describe como lugares “turbios”: “Uno era más o menos bueno, pero el más pequeño era prácticamente una casa adaptada para ver pacientes. Nunca estaba claro quién era el dueño, creo que ni los propios empleados lo sabían”. Los dueños de las clínicas están en el punto de mira de la Fiscalía, que emitió el día 5 siete órdenes de aprehensión contra ellos, pero fue demasiado tarde y los sospechosos ya habían escapado. Continúan en paradero desconocido.

“En cuestión de dos semanas ya había más de 40 casos”, relata un doctor del 450, encargado de atender a las pacientes de meningitis, que prefiere no dar su nombre. “A ciencia cierta no sabíamos cuánta gente se había sometido a intervenciones. Decían que podían ser unas 500. Yo hacía la matemática y pensaba: ‘¿Dónde vamos a meter a 500 personas?’”. Las estimaciones del sanitario se quedaron cortas. Aunque la enfermedad no es contagiosa, la Secretaría de Salud de Durango (SSD) identificó a más de 1.800 personas en riesgo al haberse sometido a cirugías desde mayo en los centros implicados. Fue una tarea clave: según un estudio, la mortalidad de la enfermedad puede descender de un 50% a menos de un 10% si los infectados reciben tratamiento antes de que aparezcan síntomas.

El tratamiento parece funcionar en algunos casos. La SSD ha confirmado doce altas médicas, aunque en entrevista con este diario, Irasema Kondo, la titular del organismo, reconoció que “una vez [que los pacientes] presentan hemorragia intracraneal es muy difícil que puedan sobrevivir”. Todavía hay más dudas que certezas, todos los expertos consultados coinciden en valorar el brote como “histórico”: no hay apenas referentes en la literatura científica ni experiencias anteriores que marquen el camino a seguir. El precedente se está sentando en Durango.

Dos meses después, el final todavía está lejos. Por el camino se han perdido 26 vidas; más de 40 niños han quedado huérfanos y la alta mortalidad de la enfermedad indica que habrá más fallecimientos. No hay culpables, solo siete prófugos y nadie que haya asumido responsabilidad política. Después de la muerte, para las familias empieza la batalla contra la impunidad.

Frustración entre la comunidad médica
El doctor del 450 parece cansado, ha alcanzado su límite. Cuando por fin pasó lo peor de la pandemia, irrumpió la meningitis. Que la mayoría de víctimas sean mujeres jóvenes y sanas no ayuda. “Los familiares están frustrados. El Gobierno no les da respuestas. Los políticos no dan la cara, nosotros sí. Nos ponemos delante y les decimos que su familiar va a fallecer. Uno tiene que entender que están pasando por algo espantoso. Y nunca hay buenas noticias, piensan que es nuestra culpa. En todo México, el gremio médico tiene una fama horripilante que tal vez nos hayamos ganado y con esto se ha acrecentado”. El agotamiento le ha hecho renunciar a su puesto en el 450: “Es mucha carga laboral y psicológica. Me tocaba trabajar el 24 y 25 de diciembre. No quiero estar ahí, no quiero tener que ver cómo van a estar en Navidad. Con el coronavirus ya me metí de lleno, sacrifiqué mucho mi salud mental”.

El profesional sanitario defiende la labor de sus compañeros, aunque carga contra la gestión política de la tragedia: “¿Por qué tardaron tanto en ir a por los culpables? Nosotros como médicos nos dedicamos a hacer la chamba: no hay bronca, para eso estudiamos, no vamos a ponernos a llorar. Pero la bronca es que no se va a dar con los responsables y al rato a lo mejor hasta estas personas que están boletinadas [perseguidas por la Fiscalía] van a trabajar otra vez. Grandes compañeros anestesiólogos están ahorita en procesos legales. No fueron ellos; fueron los administrativos y quien sea que les haya distribuido el medicamento. No es justo”.