Gioconda Belli y Sergio Ramírez. ROBERTO ANTILLÓN

Para el escritor Sergio Ramírez es importante montar de nuevo un lugar para escribir. Con su computador, sus papeles, los lápices y bolígrafos, sus libros. Solo así, dice, puede sentir que tiene un hogar, un polo a tierra, ese espacio protector donde encerrarse a crear. Porque Ramírez se ha convertido en un escritor errante desde que tuvo que dejar Nicaragua, su país, por la persecución del régimen que lidera su antiguo compañero Daniel Ortega, devenido en un tirano que ha condenado al exilio a escritores, periodistas, voces críticas, opositores. “Un millón de nicaragüenses”, dice Ramírez, se han exiliado en un drama sin fin, que no solo lo ha despojado de su hogar, su vida, sino hasta de su propio español, el nicaragüense, lleno de giros, tonos, onomatopeyas. “Recién iniciado el exilio andaba con una maleta abierta de un hotel a otro”, cuenta Ramírez. “Llevo la escritura a cuestas”.

Contra Ramírez, Premio Cervantes, pesa una orden de detención que es una amenaza de cárcel. Es por lo que decidió no volver a su país. Sabe que las amenazas del régimen se cumplen, como lo demuestran las decenas de críticos encarcelados en las mazmorras de El Chipote, la cárcel de la dictadura nicaragüense, denunciada como centro de torturas. En esa prisión está encerrada la guerrillera sandinista Dora María Téllez, héroe de la revolución que tiró abajo en 1979 más de 40 años de dictadura somocista. Si bien Ramírez pudo librarse de la cárcel, el exilio es un peso que ahoga. La metáfora que él usa es la de una puerta cerrada que no puede abrir por su propia voluntad. Como si se tratara de una recurrente y terrible pesadilla, en la que esperas ver una luz que dé esperanzas. Se refugia, sin embargo, en la escritura, salvadora siempre. “Sin la escritura no sería nada. Sería una alma vagabunda, errante por el mundo”, afirma el autor de Adiós, muchachos, sus bellísimas memorias sobre la revolución nicaragüense.

Gioconda Belli tuvo que dejar a sus dos perros en la casa de jardín selvático que abandonó en Managua. El recuerdo de los chuchos amados la persigue y teme que después de varios años de lejanía no la recuerden si alguna vez vuelve a encontrarse con ellos. “Alguna vez”, una frase terrible y despiadada, sin tiempo definido, una botella lanzada a la inmensidad de un océano de esperanzas. Dejar la casa a fuerza del miedo causado por las amenazas, por la persecución, por haber ejercido con valentía el derecho a disentir, criticar, a escribir. ¡Qué ridícula idea esa de dejar lo que es tuyo! Y, sin embargo, un día te ves haciendo la maleta y despidiéndote de los salones donde fuiste feliz, los libros escritos y los leídos, la vista hermosa al lago de Managua, la frescura de su brisa que mueve las palmeras, las monsteras deliciosas, las crestas de gallo donde por las mañanas los colibríes se daban un banquete en tu jardín. “Me duele muchísimo, cada día me duele más. Porque lo que está pasando en Nicaragua jamás pensé que volvería a suceder”, dice Belli.

Belli y Ramírez repiten el drama del abandono de su tierra. Gioconda dejó Nicaragua cuando tenía 25 años y era una joven poeta llena de ilusiones, una mujer idealista, que soñaba con tirar la dictadura que machaba a su país. Esa dictadura la obligó al exilio, largarse a México. Llegó el 20 de diciembre a una Ciudad de México ya acostumbrada a recibir a huidos de medio mundo. En la capital mexicana la recibió el pintor nicaragüense Róger Pérez de la Rocha, quien trabajaba en un taller gráfico. Una ciudad fría, extraña e inhóspita la golpeó con el hacha de la nostalgia. Pérez de la Rocha la llevó al taller, les contó a los trabajadores la desgracia de esa guapa joven centroamericana, y ellos compraron tequila y pasaron la noche cantando rancheras.

Sergio Ramírez, por su parte, buscó refugio en Costa Rica, ese país que siempre ha abierto sus puertas a los nicaragüenses y que hoy vuelve a ver como decenas de miles de ellos vuelven a buscar refugio en sus ciudades. A finales de los años setenta era San José la capital donde la diáspora ‘nica’ debía estar para planificar la salida del régimen somocista, que cayó en 1979 con un júbilo de esperanzas.

Estas son ya historias pasadas, tal vez, pero que vuelven al recuerdo con el nuevo exilio. “La ausencia provoca que las neuronas que controlan la nostalgia se activen”, dice Ramírez. Y vienen los recuerdos de ese pequeño país tropical dejado atrás, con sus volcanes portentosos, selvas hirsutas, follaje verde que es pulmón y vida, y lagos tan grandes como enormes espejos que se unen en el horizonte con un cielo muy azul, tanto que los poetas de esta tierra siempre le compusieron los versos más preciosos. Y también está la nostalgia por la comida, que activa las glándulas salivales al rememorar su sabor, como la carne en vaho, cecina preparada en un envoltorio de hojas de plátano, cocinada por horas sobre el fuego, entre yuca y plátanos verdes y maduros y servida luego junto a una ensalada de col o repollo, como lo llaman los nicaragüenses. O ese español tan particular de Nicaragua, tan necesario para la escritura. “El drama verdadero es cuando a un escritor le cortan la lengua. El verdadero exilio es el exilio de la lengua”, dice Ramírez. Belli también extraña el sonido de ese español tan lleno de expresiones particulares, alegre, de los ‘nicas’ que cuando hablan deben emitir o imitar un sonido para sentir que se hacen entender. Palabras exóticas que suenan a música. ‘Diacachimba’, dice esa gente del trópico para describir algo que está muy bueno. Un español onomatopéyico, lo define la autora.

A pesar de la nostalgia, del dolor que causa la lejanía, ambos escritores hablan también de resistencia. Tanto Belli como Ramírez asistieron a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para presentar nuevos libros, el de ella, Luciérnagas (Planeta) una colección de ensayos que son una radiografía de la Nicaragua que ha contado a lo largo de su vida. Ramírez presenta la colección de cuentos Ese día cayó en domingo (Alfaguara). Es un triunfo personal, pero también de los lectores que siguen devotamente a ambos escritores. Y, claro, para su Nicaragua, que aman y extrañan. “No sería escritor sin las raíces de Nicaragua. Si Nicaragua no existiera, yo tendría que inventarla”, dice Ramírez. “Es un país tan chiquito”, dice por su parte la escritora Belli, “que es un país portátil. Nunca me despego de Nicaragua”.