El candidato republicano al Senado de EEUU Herschel Walker en su mitin en la noche electoral del martes en Atlanta. BRYNN ANDERSON (AP)

El concejal Lee Morris, de 73 años, no tiene que justificar sus credenciales republicanas. Representa a su partido en la junta de distrito número 3 del condado de Fulton, en Atlanta, desde hace ocho años, y hace treinta que ocupa cargos públicos en esta ciudad de medio millón de habitantes capital del estado de Georgia. Y, sin embargo, preguntado si apoyó en las elecciones legislativas de este martes al candidato del partido al senado de EEUU, Herschel Walker, primero ríe: el voto es secreto”. Pero, tras un segundo de silencio, lo confiesa: “no todos los candidatos por los que voté en mi papeleta eran republicanos”.

Después de que ni Walker ni su oponente electoral en Georgia, el senador demócrata Raphael Warnock, hayan conseguido más del 50% de los votos en las legislativas estadounidenses, las normas estatales les obligan a medirse en una segunda vuelta el 6 de diciembre. Quién sea el ganador puede decidir qué partido controlará el Senado nacional y, con él, la agenda legislativa durante los próximos dos años.

Ambos candidatos, y ambos partidos, han puesto al mal tiempo buena cara y han descrito la segunda vuelta como solo un pequeño trámite más antes de la segura victoria final. Pero fuera de las miradas del público, el cierre de filas en torno a Walker no es precisamente hermético. En privado, no es difícil encontrar votantes republicanos que admiten que la selección como aspirante al Senado del exdeportista, uno de los candidatos avalados por el expresidente Donald Trump, ha sido un grave error que puede costar a su partido la pérdida de la Cámara Alta.

Una situación que se ha repetido en varios estados. Candidatos bendecidos por Trump en las primarias del partido pero que han quedado derrotados por sus oponentes demócratas incluso donde parecían tener el terreno muy abonado, dada la grave inflación en todo el país -un 8,2%- y la impopularidad del presidente Joe Biden, con un nivel de desaprobación del 54%. Así ha ocurrido en Pensilvania, donde John Fetterman se ha impuesto a la celebridad televisiva Mehmet Oz, o en Nueva York, donde Kate Hochul será la próxima gobernadora tras vencer a Lee Zeldin.

Aunque el caso de Walker parece ser especialmente destacado. Incluso sus propios compañeros de partido han marcado distancias con él. En uno de los últimos actos de campaña, el gobernador republicano Brian Kemp sobrevoló el cielo de Georgia en avioneta junto al resto de los candidatos conservadores a los distintos cargos en liza. Con la excepción de Walker. Alegó “problemas de agenda”.

El martes, una proporción nada desdeñable del voto republicano en este estado bisagra parecía haber huido del candidato a senador para haber migrado a la abstención o incluso al demócrata Warnock. Los números lo dicen todo: el martes, Walker logró el 48,7% del voto, o 1,927.419 millones de votos con el 99% escrutado. Por contra, Kemp -muy popular desde que rechazó las presiones de Trump en 2020 para que declarara inválida la victoria en ese estado de Joseph Biden en las elecciones presidenciales- se impuso con gran comodidad sobre su rival demócrata Stacey Abrams, con 2.109.122 votos, el 53,4%: casi 200.000 sufragios y cinco puntos porcentuales más que su compañero de partido.

“Walker ha ido mucho peor en las encuestas que cualquier otro candidato republicano en Georgia”, apunta Bernard Fraga, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Emory en Atlanta. “Tres, cuatro puntos por debajo de un candidato republicano genérico. Eso es lo que hace que la carrera por el Senado en Georgia esté reñida, en unas elecciones en las que en general el electorado en este estado se está inclinando del lado republicano”.

El aspirante a senador, de 60 años, ha tenido una campaña desastrosa, aunque muy a primera vista pudiera parecer un candidato idóneo. Un representante afroamericano como imagen de los los republicanos en un estado donde la minoría negra es un 30% superior a la media de todo el país, y vota de modo sistemático en favor de los demócratas. Y no era un candidato cualquiera: era una celebridad millonaria, con una empresa cuyos productos de pollo se distribuían por todo el país. Su ideología conservadora, antiabortista y religiosa era el sueño del ala conservadora del partido. Y llevaba el marchamo de Trump, el ídolo de esa rama de la formación.

Las cosas empezaron a ir mal pronto. Walker parece presentar en ocasiones dificultades de concentración y problemas para expresarse, que atribuye en parte a las secuelas de los golpes en la cabeza recibidos durante su carrera deportiva. Ha admitido que “no soy tan inteligente”, en contraste con su rival Warnock, un reverendo bautista de amplia erudición. También había reconocido ya años atrás problemas mentales, incluido un transtorno de personalidad múltiple.

Pero había más. Durante la campaña han salido a relucir acusaciones de personalidad violenta y malos tratos a su ex esposa. Dos mujeres le han acusado de presionarlas para someterse a abortos, mientras él se ha presentado durante la campaña como un ardiente pro-vida debido a sus convicciones religiosas. Su hijo, un influencer conservador, le ha acusado de hipocresía.

En sus mítines, ha descrito a las familias afroamericanas de padre ausente como un “gran problema”. “Si tienes un hijo, aunque dejes a la madre, no puedes dejar a ese niño”, ha sostenido. Pero la madre de uno de los suyos tuvo que llevarle a juicio para que pagara la pensión de alimentos.

Ha mentido sobre su historial escolar. Sobre una carrera militar inexistente. Sobre su trabajo en hospitales. Y si el liderazgo republicano aspiraba a que atrajera votos de la comunidad afroamericana, se equivocaba. Según apunta Fraga, las encuestas no han indicado ningún trasvase significativo de votos de este grupo de población a favor de Walker. “No nos representa a la comunidad afroamericana ni está cualificado para representar a Georgia en el Senado estadounidense”, zanja el reverendo Arundel, un pastor protestante que predica en una congregación de la zona de Sweet Auburn, donde vivió Martin Luther King en Atlanta.

El alcalde de la ciudad, el demócrata Andre Dickens, está de acuerdo. “Tenerlo en las papeletas permite a los republicanos decir que tienen a un representante afroamericano, pero Walker no representa a la comunidad negra. No sabe nada de las comunidades urbanas, ni de las pequeñas empresas, no ha dado muestras de liderazgo” sostenía el lunes en una charla con periodistas internacionales.

En la noche electoral, y ante un público mayoritariamente blanco, Walker aseguraba tener “buenas vibraciones” sobre la posibilidad de llegar a Washington como senador. Una tarea que le obligará a cuatro semanas más de campaña, y a su partido, a multiplicar su inversión y su apoyo en ella. En juego está el control de la agenda legislativa y el poder político de los últimos dos años.

Quienes deseen a toda costa el triunfo republicano votarán por Walker, aunque en algunos casos se tapen la nariz. Para otros, en un país cada vez más dividido y polarizado, no habrá problema, y votarán contentos a su candidato. Morris, que presume de contar con apoyos entre todas las ideologías y las comunidades -”algunos demócratas me dicen que soy el único republicano por el que votan”, se ríe- lo reconoce. “Ahora el voto es tribal. La gente pregunta ¿eres de mi tribu o de la otra? y eso es lo que tiene en cuenta”.