La escritora Cristina Rivera Garza, en marzo de 2017 en Madrid. ÁLVARO GARCÍA

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Hace quince días, querido lector, encontré la manera de dejar la selva, pero me costó abandonar el tema del río, que podría ser otra de nuestras cartografías literarias.

Atrapado ahí, me encontré releyendo a varios autores que han alimentado sus libros y nuestra literatura con unas aguas que corren mucho más al sur: Horacio Quiroga, Antonio di Benedetto, Juan José Saer y Selva Almada.

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Y aunque sé que pronto escribiré una entrega sobre dicho asunto, al pasar de No es un río a El mono en el remolino y de ahí a Chicas muertas, Selva Almada me llevó a una cartografía que me pareció mucho más urgente y que, a los pocos días, se impuso como tema para esta newsletter, confirmado, además, por ese azar que son los premios literarios.

Liliana y su continente
En México, el país donde nací, once mujeres son asesinadas cada veinticuatro horas.

La realidad no es muy distinta en los demás países de Latinoamérica, donde la desaparición y el feminicidio son una herida dolorosa y supurante.

Una herida que la literatura, sobre todo durante la última década, se ha negado a obviar, que ha decidido, en realidad, remover, para tratar de imponer aquello que puede desde su espacio de acción: en el lugar de la infección, la cicatriz.

“No se trata de dar voz a quienes no la tienen, porque todas tenemos una voz, se trata de hacer que las voces que se han perdido sean escuchadas”, respondía en una entrevista, hace no mucho tiempo, Cristina Rivera Garza, cuyo libro El invencible verano de Liliana acaba de ganar hace unos días el Premio Xavier Villaurrutia.

Esta idea, la de usar la literatura para hacer emerger de entre el silencio aquello que corría riesgo de perderse en el ruido de fondo, para recuperar una, varias o el mayor numero posible de esas experiencias silenciadas que, de pronto y desde una página, nos hablan en presente continúo y aspiran a volverse llamado ensordecedor, hasta el punto de que el olvido no sea posible, se encuentra también en 2666, de Roberto Bolaño.

La cuarta parte de la última novela que el escritor chileno publicó en vida, “La parte de los crímenes”, es, como se sabe, una sucesión aterradora de feminicidios, de cuerpos de mujeres que se nos imponen, al volverse cíclico el horror, un rosario del que no puede escaparse, del que no debe escaparse, del que hay que hacerse cargo, pero es, también, la demostración del abandono estatal, la impunidad y la falta de justicia, pues desnuda la completa inutilidad de unas investigaciones que nunca conducen a nada.

“Sabía, intelectualmente, pero no había captado en toda su atroz realidad, que quienes llevamos a cabo los procesos de investigación, al menos en términos de la procuraduría de justicia, somos los familiares, si nosotros no hacemos ese trabajo, no lo hace nadie más… los feminicidas saben eso, que hay una altísima probabilidad de que sus crímenes queden impunes”, aseveró también Rivera Garza en otra entrevista, denunciando la impunidad pero explicando, además, la entraña de El invencible verano de Liliana, que es la historia del feminicidio de su hermana, así como de la investigación de la propia autora.

Fuerza del testimonio
El increíble verano de Liliana, una novela brillante desde el espacio de la reflexión, pero también desde el de las emociones, un libro que alcanza una tensión deslumbrante entre lo que se cuenta y cómo se cuenta y una obra que está llamado a convertirse en un parteaguas —como se convirtió en su momento Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón Cámara, que narra los horrores del tráfico de mujeres y la prostitución, a partir del caso de Marita Verón, chica secuestrada por una red de trata en Argentina—, es, además y sobre todo, un libro sobre la vida de Liliana y he ahí su mayor fuerza: radical con respecto a darle voz, a consagrar su testimonio, Rivera Garza deja que también sea Liliana, a través del diario que llevaba y de diversas cartas, quien se muestre a sí misma.

De ahí que el duelo de la autora, su dolor y su rabia ante la perdida y la injusticia se vuelvan el duelo, el dolor y la rabia de los lectores —para conseguir algo similar, Cabezón Cámara recurre a una voz en segunda persona, que desdobla y apoya a su personaje hacia y en el lector—; de ahí que la hermana a la que la autora lleva consigo todo el tiempo, se vuelva nuestra también, para que la llevemos con nosotros todo el tiempo, para que nadie que lea El invencible verano de Liliana olvide, además, que el peligro sigue aquí, que la amenaza y violencia no dejan de acechar a las latinoamericanas, todos los días y en cada hora.

Esto último, que el peligro es continuo y que encararlo es tan importante como no dejar de escuchar a las que ya no están, también lo sabe y lo transmite de forma extraordinaria Cometierra, de la argentina Dolores Reyes, en la que la protagonista, tras meterse un puñado de tierra a la boca tras el entierro de su madre, observa a su padre, en una visión, agrediéndola y asesinándola: la constancia posterior de sus visiones, a las que recurrirán aquellos que han perdido a alguien, son ese recordatorio del que hablo.

Y lo mismo sucede con Chicas muertas, de Selva Almada, libro en el que la repetición del feminicidio incluso se vuelve augurio, al tiempo que se insiste en la impunidad, la pérdida de la verdad y el valor del testimonio, así como con la obra de la escritora uruguaya Marisa Silva Schulte, cuya Siempre será después hace de la pesadilla cotidiana de una mujer maltratada la constancia del peligro.

Feminicidio, no asesinato
A diferencia de obras más viejas —pensemos en Las muertas de Ibargüengoitia o El túnel, de Sábato—, en donde el crimen es el asesinato de una o varias mujeres, en los libros mencionados, así como en Páradais, de Melchor, Pelea de gallos, de Ampuero o Por qué volvías cada verano, de López Peiro, el crimen es feminicidio.

Distinción —la categoría jurídica acuñada por Marcela Lagarde refiere el “homicidio intencional de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia”— que la literatura ha hechos suya incluso antes que muchos de nuestros sistemas judiciales.

De ahí lo que escribí al comienzo: mientras desde el espacio de acción del poder se sigue fomentando la infección, desde el de la literatura se persigue otra cosa.

No olvidar nunca la herida, pero volverla cicatriz, marca y no carne infectada.

Coordenadas
El invencible verano de Liliana fue publicado por Random House. Le viste la cara a Dios fue publicado por Sigue leyendo y se encuentra en edición gráfica de Eterna Cadencia como Beya. Le viste la cara a Dios. Cometierra se encuentra en editorial Sigilo, mientras que Pelea de gallos en Páginas de espuma. Por qué volvías cada verano, que primero fue publicado en edición de autor, cuenta ahora con ediciones de Palindroma, Las afueras o Hueders. Paradais, Chicas muertas y Siempre será después fueron publicados por Random House.