Columnas de humo se elevan ante un grupo de manifestantes junto al Ayuntamiento de Almaty (Kazajistán). YAN BLAGOV (AP)

Es pronto para sacar conclusiones de las revueltas y enfrentamientos entre manifestantes y representantes del orden que se han extendido por Kazajistán. Pero cabe esbozar el contexto de unas protestas que tuvieron precedentes a menor escala en diciembre de 2011, cuando en la localidad de Zhanaozen los trabajadores del sector petrolero reivindicaron mayores sueldos y mejores condiciones de vida. El resultado fueron muertos, encarcelados y una dura represión. Diez años más tarde, las protestas son mayores y se extienden a las grandes ciudades como Almaty (el mayor centro urbano del país). Como en 2011 la insatisfacción económica y social parece el detonante de las revueltas, sin perjuicio de que se les sumen (o se les hayan ya sumado) otros intereses.

Rico en hidrocarburos y metales, Kazajistán tiene recursos para facilitar una vida desahogada a sus casi 19 millones de ciudadanos. Pero en ese país, que multiplica por cinco la superficie de España, el poder es monopolizado por un conjunto de clanes enquistados en torno a Nursultán Nazarbáyev, que fue presidente del Estado durante 29 años hasta ser sustituido en esta función por Kasim-Yomart Tokáyev en 2019. En aquel “relevo”, Nazarbáyev se convirtió en el “padre de la nación” y se reservó algunas funciones clave como el control de la seguridad nacional.

Tokáyev, que antes dirigió el Senado, no pertenece a la especie de los rapaces del entorno del primer presidente, pero, según medios familiarizados con la clase política del país, ha carecido de determinación para corregir el desequilibrio existente entre una minoría codiciosa y derrochadora y una población con dificultades crecientes para salir adelante. El coronavirus y la incontenible avidez de la élite han agravado la frustración no solo de obreros del sector petrolífero e industrial, sino también de clases medias perjudicadas por la subida de los precios de los alimentos y bienes importados por la esteparia Kazajistán, señalan los medios.

La sensación de injusticia presente en los disturbios de Zhanaozen se mantiene hoy y tal vez se pueda hablar ya de lecciones aplicables a tres países postsoviéticos (Rusia, Bielorrusia y Kazajistán) constituyentes (junto con Kirguizistán y Armenia) de la Unión Económica Euroasiática (formada en mayo de 2014). En Moscú, Minsk y Nur-Sultán, los líderes han hecho apuestas similares por tratar de mantenerse en el poder mediante truculentas construcciones jurídicas. En Rusia, las enmiendas constitucionales de 2020 dan a Vladímir Putin la posibilidad de postularse al puesto de presidente hasta 2036; en Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, en el poder desde 1994, ha supervisado una enmienda de la Constitución (a referéndum el próximo febrero) con la idea de pasar a dirigir una Asamblea Popular dotada de amplios poderes sobre otros órganos, incluida la presidencia del Estado. Pero los acontecimientos en Kazajistán parecen indicar que las construcciones para perpetuarse no garantizan ese fin a los mandatarios longevos y no les libran de sobresaltos. Las imágenes de las estatuas en honor de Nazarbáyev hechas añicos por los manifestantes son un ejemplo.