López Obrador pensaba que Biden no se atrevería a endurecer su trato con él por la popularidad que goza, sin entender que esa variable no rige la relación bilateral.

Si el presidente Andrés Manuel López Obrador escucha lo que le deben estar diciendo sus consejeros, para el viernes pasado, cuando sostuvo una mañanera extraordinariamente extraña y violenta, debió darse cuenta de que la relación con el gobierno de Joe Biden no solamente se agrió, sino que se rompió públicamente. En una semana se corroboró la molestia creciente que el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, le ha advertido durante meses ante sus declaraciones contra Estados Unidos, donde el Presidente se replegó en algunas, aunque no tardó mucho para regresar a su hostilidad. Pues bien, finalmente se cansaron en Washington.

López Obrador, como se ha expuesto aquí, pensaba que Biden no se atrevería a endurecer su trato con él por la popularidad que goza, sin entender que esa variable no rige la relación bilateral. Había dos razones primarias para que eso sucediera. La primera, que no se radicalizara y se corriera hacia Venezuela, lo que no sólo sucedió sino que escaló, sumando a sus aliados al enemigo público número uno de Estados Unidos, China. La segunda era por el trabajo sucio que aceptó hacer México con la migración para que le evitara un problema interno, lo que ya quedó rebasado porque lo que hizo México fue insuficiente para impedir un fuerte desgaste político a Biden y, además, porque ese problema se volvió también en uno mexicano.

La relación con Biden nunca fue buena y la relación con el gobierno de Estados Unidos, con un servicio civil de carrera que funciona más allá de quién está en la Casa Blanca, se descompuso desde octubre, cuando López Obrador amenazó con afectaciones serias a la relación bilateral si no regresaban inmediatamente al exsecretario de la Defensa, el general Salvador Cienfuegos, al que acusan todavía de vínculos con el narcotráfico. Por decisión del Presidente se restringió la actividad de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y, de manera unilateral, Washington le cerró la llave a información de calidad. Al asumir Biden las cosas empeoraron.

Diplomáticos en la embajada tuvieron que atemperar la molestia de los funcionarios que viajaron a México para preparar la visita de la vicepresidenta Kamala Harris, y neutralizar la imagen negativa que tienen en Washington. Sirvió de poco, porque López Obrador no dejó de usar un discurso acusatorio de intervención. Se frenó cuando le dijeron que, si seguía en esa línea, le cancelarían la donación de vacunas, pero tienen claro lo incierto de su comportamiento. En una de sus pláticas con Harris, le reclamó que no le diera más vacunas Estados Unidos, pero lo paró en seco. Estados Unidos, le dijo, no tenía ninguna obligación con México, y por tanto, la queja estaba fuera de lugar.

La semana pasada empeoró el estado de la relación con el gobierno de Biden, y López Obrador tampoco parece haberse dado plenamente cuenta de ello. El viernes confirmó que el secretario de Estado, Antony Blinken, había cancelado su asistencia a la 200ª conmemoración de la consumación de la Independencia este lunes, mientras que la víspera, en una reunión de emergencia no programada que convocó en Nueva York con los cancilleres de México y Centroamérica, Blinken habló de la necesidad de respetar las inversiones y el Estado de derecho, en alusión directa a México, con quien han tenido ese tipo de diferendos.

López Obrador no reaccionó bien cuando trató de mitigar el impacto del desaire de Blinken, que iba a venir a México en representación de Biden, aunque sabían con antelación sus reservas, como cuando el Presidente convocó a Biden, y le dijeron a Ebrard que era inapropiada una invitación en el mes patrio. Al verse forzado a confirmar su ausencia, López Obrador dijo que vendrían representantes de otros gobiernos, comenzando por el francés y el ruso, con quienes Estados Unidos tiene diferendos por razones distintas.

Con los franceses apenas se está resolviendo una crisis en la relación bilateral por la protesta del presidente Emmanuel Macron por el acuerdo con Australia y el Reino Unido para construir una muralla frente a China en Asia, no sólo militar, sino para frenar su expansión digital, una propuesta idéntica a la que hizo el Departamento de Estado a México hace semanas, y que López Obrador rechazó. Rusia es el otro enemigo público de Estados Unidos, y el gobierno mexicano tampoco ha aceptado colaborar con Washington en contra del ciberterrorismo ruso.

La semana había arrancado con la afirmación optimista de López Obrador de que, al haber concluido la vacunación contra el Covid-19 en todos los municipios fronterizos, no había más impedimentos para la reapertura de la frontera con Estados Unidos. Ken Salazar, embajador de ese país en México, dijo que no sería así y la frontera se mantendría cerrada a todo tráfico no esencial. A mitad de la semana, en un anuncio totalmente fuera de contexto, el Departamento de Estado triplicó a 15 millones de dólares la recompensa por información que lleve a la captura de Ismael el Mayo Zambada, subrayando su relevancia como líder del narcotráfico en México y elevando el costo político a López Obrador de no actuar en contra del Cártel de Sinaloa, que en México no tiene una sola carpeta de investigación abierta.

Las señales estaban muy claras para entonces. Lo toleraron en silencio muchos meses, pero por lo que sucedió en unos cuantos días, tras la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, con el colofón de un discurso grabado del presidente chino, Xi Jinping, modificó el tratamiento público de Washington hacia López Obrador. ¿Para dónde irá la relación? Lo podrida que está buscará contenerse. Habrá diplomacia activa estadounidense, como ya lo dejó ver Salazar, y llamadas de atención fuertes, como las de esta semana. Escalará en la medida que López Obrador la quiera escalar. Pero lo que quedó claro es que si quería su atención crítica, ya la tiene. El lobo que tantas veces le dijo Ebrard que venía, era de verdad.