Bonthe (Sierra Leona). Francess Kenjah, de 22 años, está en su segundo embarazo y se ha enfrentado a un viaje en barco de siete horas para llegar al hospital en la isla de Bonthe, para someterse a una cesárea.VALERIA SCRILATTI

El vestido blanco de Hope que borra su pasado de prostituta esclava. Los ojos alargados de Agnèse que hienden las tinieblas del conflicto en la República Democrática del Congo. El grito de Lucy que derriba la ley del silencio sobre un crimen de Estado en Liberia. El incansable viaje de Brandi contra las mafias que amenazan su Amazonía, en Perú. El libro Las guerras de las mujeres de la periodista Emanuela Zuccalà, recién publicado en Italia (Infinito Edizioni), recoge 30 voces femeninas, desde África hasta Sudamérica, pasando por Europa, unidas en su valerosa oposición a las injusticias y la violencia.

A medio camino entre el reportaje periodístico y la conversación íntima, las historias de las protagonistas tocan los nudos cruciales de los derechos violados de las mujeres, sacando a la luz la fuerza de su tenacidad en la batalla más que la de los abusos de los que han sido víctimas, y de los que siempre son testigos.

Publicamos un capítulo del libro que indaga sobre uno de los muchos derechos de las mujeres que no se respetan, especialmente en el continente africano: el del parto seguro. Viajamos a Bonthe, un distrito remoto y olvidado en Sierra Leona, el país con la tasa de mortalidad más alta del mundo durante el embarazo y el parto, donde Flaviour, una emprendedora profesional sanitaria, intenta mejorar las cosas.

Los espíritus del agua
Son las ocho de la mañana y el sol ya alto carga el aire de una humedad extenuante.

En vaqueros y zapatillas de goma, Flaviour baja sin aliento de una ambulancia, el único vehículo de cuatro ruedas de toda la isla. Junto a una enfermera de uniforme azul, avanza deprisa hacia el muelle donde acaba de atracar una pequeña lancha. Se necesitan 20 minutos a paso ligero para alcanzar la orilla opuesta del río Sherbro, y otro cuarto de hora a pie por un sendero que discurre entre imponentes palmeras y aldeas de cabañas dispersas para llegar al centro de salud de Bendu.

La llamada de urgencia se recibió hace poco: Kadi, una mujer menuda de 35 años, se puso de parto anoche, pero solo ha dilatado dos centímetros y está desgarrada por el dolor. La desnutrición le da el aspecto de una niña con una pelvis inmadura; es poco probable que ella y su hijo sobrevivan sin una cesárea, y en la pequeña enfermería en medio de la selva no pueden realizarla.

Kadi lanza un grito agudo, repentino y penetrante, y enseguida enmudece; su rostro exánime parece una estatua de cera. Flaviour, la enfermera y una comadrona del pueblo le ponen un gotero intravenoso y logran acomodarla a horcajadas sobre una moto para llevarla al muelle. La siguen a pie, casi corriendo, y yo voy detrás. Kadi sube lentamente a la lancha, empujada por las tres mujeres. En la ventosa travesía hacia el hospital, mira al río, en silencio, con los ojos velados por una capa de nada. La ambulancia la espera en la otra orilla. En el hospital, la mujer se abandona sobre las sábanas rosas y casi se desmaya por el agotamiento. En unas horas, con una cesárea, dará a luz una niña sana y luego se dormirá, por fin, con un sueño tranquilo.

En 2018 creé un proyecto multimedia sobre el tema de la mortalidad materna en el África subsahariana y sobre cómo esta está ligada a las desigualdades de género, y no podía dejar de ir a Sierra Leona, el país más peligroso del mundo para una mujer embarazada. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), por cada 100.000 niños nacidos en este pequeño estado de África Occidental, 1.360 mujeres pierden la vida por complicaciones relacionadas con el embarazo o el parto, y estos fallecimientos representan más de un tercio de las muertes de mujeres en toda la nación.

En Sierra Leona, más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza y solo hay dos médicos por cada 100.000 habitantes
Es el dato global más dramático, explosivo incluso en el contexto africano, donde cada mujer tiene una probabilidad entre 36 de no sobrevivir al parto, mientras que para una madre europea el riesgo es de una entre 4.900.

En Sierra Leona, una extenuante guerra civil que duró de 1991 a 2002 y la epidemia de ébola más grave de la historia, que mató a más de 4.000 personas entre 2014 y 2016, hicieron pedazos un sistema sanitario ya de por sí muy frágil. En un Estado donde más de la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, solo hay dos médicos por cada 100.000 habitantes, frente a los 27 de África y los 321 de Europa; y los partos que se realizan en casa, asistidos por matronas tradicionales o por familiares sin ninguna preparación para hacer frente a los imprevistos, todavía representan el 40% del total.

El distrito sur de Bonthe es uno de los más marginados de Sierra Leona, y es tan arduo llegar hasta allí, que incluso se salvó de la furia del ébola. La vasta y melancólica belleza de su paisaje lagunar, con unos colores suaves que no esperamos encontrar en África, es como un velo que cubre su extrema pobreza. Aquí, donde la malaria sigue matando sobre todo a los niños, no hay carreteras asfaltadas, salvo a lo largo de las minas de titanio de la compañía australiana Sierra Rutile, que no ha aportado ninguna mejora a las condiciones económicas de sus habitantes. Para llegar a Mattru Jong, la capital del distrito, hay que vadear un curso de agua subiendo el automóvil a una plataforma de madera que los lugareños mueven a mano con un sistema de tirantes.

En Bonthe no hay electricidad, solo generadores muy ruidosos que se encienden unas horas al día. Se vive de la agricultura de subsistencia cultivando alubias, mandioca y patatas. La humanidad y las mercancías se trasladan a través de la maraña de ríos que desembocan en el Océano Atlántico y el hospital principal se encuentra en una isla. “Si una mujer embarazada tiene un parto complicado, una hemorragia o una subida de tensión repentina, puede esperar horas antes de ser trasladada al hospital, poniendo en peligro su vida y la del niño”, me explica Flaviour Nhawu.

Cuando estuvimos juntas en Bonthe, en marzo de 2018, Flaviour tenía 34 años y estaba embarazada de su primera hija. Me impresionó la gracia con la que, a pesar de su barriga de cinco meses, subía y bajaba de embarcaciones tambaleantes e incómodas, recorría kilómetros en zapatillas hasta los centros de salud perdidos entre riachuelos y bosques, cogía durante horas la mano de las mujeres más asustadas y solas.

He conocido a muchas. En Nigeria, Uganda, Mozambique. Pero Flaviour tiene un algo especial, casi un aura que la hace irresistible; es una mujer exuberante, siempre optimista y paciente a pesar de las duras condiciones en las que se encuentra a menudo, intentando lograr lo imposible. Y tiene en sus ojos la chispa de personas que harán grandes cosas.

Originaria de Zimbabue, se trasladó a Sierra Leona en 2014 para ayudar en la lucha contra el ébola. En Bonthe, cuando la conocí, coordinaba los proyectos de la ONG italiana Médicos con África CUAMM, y estaba decidida a cambiar el destino de las mujeres en este escenario terrestre tan desfavorecido. Junto a su equipo, formado por decenas de voluntarios locales, en un año logró reducir a la mitad los datos sobre mortalidad materna en la región. Con su entusiasmo y su actitud decidida, Flaviour Nhawu encauzó los escasos recursos de la sanidad pública hacia un eficiente sistema de transporte para mujeres embarazadas. “Antes, aquí ni siquiera había una ambulancia”, puntualiza. Hoy hay embarcaciones situadas en zonas estratégicas para trasladar a las pacientes desde los centros de salud periféricos hasta el hospital. Pero el principal logro ha sido capacitar a las enfermeras y los trabajadores sanitarios de las aldeas más remotas para que reconozcan de inmediato las complicaciones y trasladen a la paciente a tiempo, salvándole la vida. Hemos formado a casi novecientos trabajadores sanitarios en las aldeas y a 90 supervisores. Un buen número, ¿no te parece?”

El sol no se decide a salir y navegamos lentamente en un bote de madera hacia Minah, uno de los lugares del distrito más difíciles de alcanzar. Encallamos en un lecho aún demasiado oscuro. Dos hombres se meten en el río hasta la cintura y, levantando el bote con nosotros seis dentro, lo liberan. En marcha de nuevo. El paisaje no es más que agua turbia y bosque hasta donde alcanza la vista, pero el espectáculo del amanecer que inunda el aire con un rosa violento es inolvidable.

Flaviour me habla de los espíritus del agua, una de las muchas supersticiones que aquí en Bonthe acaban por ensañarse con la salud de las mujeres: “La gente está convencida de que, al cruzar los ríos, absorbe sus espíritus malignos. Por eso algunas mujeres embarazadas se resisten a subirse a las barcas para ir al hospital, pero sobre todo hay una escasez crónica de personal médico; pocos aceptan venir a trabajar a este lugar, por miedo a los espíritus”.

En Minah, una aldea aislada de cabañas de barro, se ha involucrado a las familias locales para brindar hospitalidad a las mujeres que vienen de más lejos y que esperan dar a luz en el pequeño pero bien equipado centro de salud. Hablo con Manja Kpana, que está en el séptimo mes de embarazo y no sabe su edad, aunque parece poco más que una adolescente: “Tenía contracciones y vine aquí a pie para estar controlada”, dice. “Me gustaría tener una niña, que esté sana y vaya a la escuela, para ser mejor que yo, que no sé leer ni escribir”.

Cada año, en el mundo, más de 300.000 mujeres mueren al dar a luz un hijo, y otros 10 millones arrastran enfermedades e infecciones durante toda la vida. Si el 99% de la mortalidad materna se da en países en vías de desarrollo, el África subsahariana por sí sola representa el 66%.

A pesar de los avances logrados (en África la mortalidad materna se ha reducido casi a la mitad desde 1990), aún hay, por cada 100.000 nacimientos, 546 mujeres que no sobreviven, frente a las 16 de Europa. La principal causa es la hemorragia, seguida de las infecciones y la hipertensión. Para la Organización Mundial de la Salud, la mayoría de estas pérdidas podrían evitarse si existiera un diagnóstico adecuado y una atención obstétrico-ginecológica de calidad. Además de la propagación de enfermedades como la tuberculosis, la malaria y el sida, el continente sigue teniendo lagunas sanitarias estructurales que pesan como losas sobre la salud de las mujeres. La escasez de personal, en primer lugar, y el hecho de que en muchas zonas rurales el acceso a los centros de salud resulta complicado debido al mal estado de las carreteras y la falta de medios de transporte públicos y privados. También existe una aversión generalizada hacia el parto por cesárea, que en algunas culturas africanas denota la incapacidad de la mujer. “En África en general, y por lo tanto también en Sierra Leona ―me explicaba Flaviour―, se piensa que las mujeres tienen el deber de dar a luz de forma natural, para ser reconocidas como auténticas mujeres. Si tienes un parto por cesárea, es que vales poco. Por eso las mujeres intentan dar a luz de forma natural incluso cuando es imposible, porque sus condiciones no lo permiten y cualquier esfuerzo es inútil. Por eso también mueren en casa o camino del hospital”.

El problema es vasto y complejo, pero entre sus múltiples raíces no se puede obviar la desigualdad de género; en las sociedades patriarcales que consideran a la mujer subordinada al hombre, su salud no recibe la debida atención, tanto en el ámbito familiar como en el político, y la muerte de un recién nacido o de una mujer embarazada se considera un hecho fisiológico ordinario contra el que no vale la pena gastar demasiada energía. Según el Banco Mundial y la OMS, para reducir la mortalidad materna es fundamental centrarse en la reducción de la pobreza y las desigualdades de género que, en conjunto, influyen en la demanda y el uso de los servicios sanitarios para las mujeres. No es de extrañar que los países que registran una tasa más alta de mortalidad materna sean también aquellos con un Índice de Desigualdad de Género (Gii) alto; este es un parámetro desarrollado por la agencia de la ONU Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que mide la brecha de oportunidades entre mujeres y hombres combinando estadísticas sobre diversos campos, desde la salud reproductiva hasta la representación en la política, desde las condiciones económicas hasta la escolarización, o el acceso al mercado laboral. Sierra Leona, con unos datos de mortalidad materna mucho peores que cualquier otro Estado del mundo, ocupa el puesto 153 de los 162 países de este Índice.

Cuando pasaba largos días bochornosos en la maternidad del hospital de Bonthe para seguir el trabajo de Flaviour, entre llamadas de emergencia y desembarcos de mujeres de los rincones más recónditos de la gran laguna, el personal sanitario ni siquiera estaba equipado con un ecógrafo. Sin embargo, gracias al CUAMM, el hospital contaba con un médico especialista en emergencias obstétricas, un banco de sangre y paneles fotovoltaicos que garantizaban que siempre hubiera electricidad. Además, la ONG italiana cubría los gastos de transporte de las embarazadas: unos 220 dólares por viaje, una cifra inalcanzable para la población de Bonthe, mientras que, para el cuidado de madres y niños menores de cinco años, el gobierno de Sierra Leona brinda tratamiento gratuito.

El ecógrafo no llegó a Bonthe hasta unos meses después. De hecho, las comadronas esperaban que Francess Kenjah, una joven de 22 años desnutrida, taciturna y de mirada siempre alerta, diera a luz gemelos, de lo grande que era su barriga. Francess estaba esperando su segundo hijo. Venía de un lugar lejano llamado Dema y estaba exhausta después de pasar siete horas en la barca.

Fue impresionante y fascinante. La primera vez que veía un parto, una placenta, un recién nacido gritando
Cada día parecía el decisivo, pero Francess no daba a luz. Por la tarde nos despedíamos con un “hasta mañana”, pero en realidad ambas esperábamos que nos despertaran en mitad de la noche porque había llegado el momento. Hasta que una mañana el médico decidió hacer una cesárea; también Francess, como tantas mujeres de Bonthe, tenía la pelvis demasiado estrecha para un parto natural sin riesgos. Me permitió asistir a la operación y también le pidió a Flaviour que entrara al quirófano para tranquilizarla antes de la anestesia, el paso que más la asustaba, mientras yo me situaba un poco apartada con la cámara.

Fue impresionante y fascinante. La primera vez que veía un parto, una placenta, un recién nacido gritando, al que Flaviour agarró inmediatamente por los pies y se apresuró a lavar, pesar y envolver en una tela roja y amarilla.

Sí, al final no eran gemelos, sino un solo bebé, grande y esbelto. Pesaba cuatro kilos y ya era guapo, con su carita relajada y una mata de pelo. Francess lo llamó Amidou y, cuando se lo puso en el pecho por primera vez, por fin relajó la mirada.

“Muchos casos críticos se deben a embarazos precoces”, me explicaba más tarde la comadrona Yellia Kargbo, una hermosa mujer con un peinado elaborado, que desde Freetown, la capital, había aceptado trabajar en el exilio de Bonthe, sin preocuparse por los espíritus del agua. “Llegan incluso niñas de 12 años. No van a la escuela y se casan muy jóvenes: cuando se quedan embarazadas corren serios riesgos, tanto ellas como sus hijos”.

Si la media mundial de embarazos precoces es de 43,9 por cada 1.000 niñas entre 15 y 19 años, la africana alcanza los 99,1 y en Sierra Leona llega a los 118,2. Y esto no son más que frías cifras; según la OMS, dar a luz antes de los 16 años expone a la niña a un riesgo de muerte cuatro veces mayor y multiplica las complicaciones del embarazo.

“Y también tienes que saber que aquí la violencia doméstica hace estragos, lo que ciertamente no es bueno para una mujer embarazada”, subraya Edna Tuckev, la jefa tradicional de la ciudad de Mattru Jong. Junto a Flaviour Nhawu ha creado un “club de madres” con citas fijas para instruir a las mujeres del distrito sobre temas de salud e higiene, así como sobre sus derechos. “Están escuálidas”, me decía la anciana y autoritaria matrona, “con los huesos del cuello abultados, porque los maridos las dejan sin comer, las tratan mal. El trabajo cultural que se debe hacer aquí es inmenso”.

Hoy Flaviour ha parado durante media hora y es una pequeña excepción en sus interminables jornadas de trabajo. Hoy le toca a ella someterse a un examen ginecológico en el hospital de Bonthe. Su bebé está bien, y ella también, si no fuera por sus tobillos hinchados, y las enfermeras le recomiendan descansar. Por su tono queda claro que se lo repiten a menudo y que rara vez las obedece. “Está bien, esta noche me acostaré temprano. ¿Contentas?”, las liquida Flaviour riendo.

En las tardes de aire quieto e incandescente que pasamos juntas comiendo pollo y patatas en el único restaurante de Mattru Jong ―que de hecho se llama Unique― o platos de pasta demasiado cocida en su pequeña cocina, Flaviour me hablaba de sí misma, de su historia personal más allá de la profesión. Una historia que tenía el sabor de una saga de emancipación femenina, de fuerza de voluntad y de fe ciega en el futuro. La protagonista es una niña nacida y criada en un pueblo de Zimbabue, en una familia polígama. La madre es la primera de las cuatro esposas del padre, la que más humillaciones ha tenido que tragarse en casa. La joven Flaviour quiere estudiar, sueña con trabajar en el campo de la sanidad, pero su padre se opone: “¿Y para qué? Tu futuro es ser esposa y madre y cuidar a tus ancianos cuando llegue el momento”. “Lo odiaba”, me confiesa Flaviour. Ese hombre representaba todo aquello de lo que quería escapar: un mundo quieto, lastimero, victimista, que reprime los deseos y las ambiciones y no concibe que una mujer pueda tener un papel fuera de los muros domésticos. Un mundo pobre que no hace nada para salir de la pobreza, porque es demasiado indolente para afrontar nuevos retos. Al final fue uno de mis hermanos el que me ayudó a estudiar. Siempre le estaré agradecida, tanto por su apoyo como porque me demostró que existe otro tipo de hombre africano”.

Flaviour estudió y mientras tanto se casó, un compromiso para complacer a la familia, “pero los años pasaban y los niños no llegaban. En nuestra cultura, cuando una pareja no tiene hijos, siempre es culpa de la mujer; la infertilidad masculina no se contempla en las zonas rurales de Zimbabue. Y así, para mí, esos ocho años de matrimonio fueron una secuencia insoportable de mortificaciones y violencia psicológica, por parte de mi marido, de su familia, de la mía. Llegó un momento en que dije: ‘Basta. O me hundo o me divorcio’. Mi madre se volvió loca, no quería, gritaba que era un escándalo, una deshonra. Al diablo, me dije. Le dejé y por fin empecé a trabajar para organizaciones internacionales, primero como enfermera y luego como especialista en salud pública”.

Cuando Flaviour llegó a Mattru Jong, Sierra Leona, conoció a un médico nigeriano de su edad. Él la cortejó, se hicieron amigos y luego amantes. “Desde luego, no pensaba en otro matrimonio, ya había tenido suficiente. Solo buscaba un poco de cariño y la alegría sentimental que nunca había experimentado. Estaba segura de que era estéril, así que no tomé precauciones. Y aquí me tienes con esta barriga. ¿No es fantástico? Esta niña aún no ha venido al mundo y ya me está redimiendo de esos ocho horribles años en los que me convencieron de que era una mujer defectuosa. Y mi madre, en cuanto le dije que iba a tener una nueva nieta, me perdonó”.

El embarazo también le ha abierto nuevos horizontes en su profesión: “Ahora, por fin puedo comprender a las mujeres en profundidad, captar su felicidad y sus miedos. Por eso quiero presionar cada vez más para que las mujeres de Bonthe puedan disfrutar de servicios sanitarios de calidad, y luego regresar a casa vivas, completamente sanas, para celebrar en familia el nacimiento de sus hijos. Así como nunca querría perder a mi hija, no quiero que esto le ocurra jamás a ninguna otra mujer. He visto a madres y niños sufrir y morir. Ahora que yo también estoy embarazada, ya no lo soporto”.