El empresario James Dyson, condecorado por Isabel II, el 29 de octubre de 2019

Los altos funcionarios que vigilan todo lo que ocurre en Downing Street, para que nada se salga de la ley, mostraron ya hace unos meses su preocupación por la alegría con la que Boris Johnson intercambiaba wasaps y mensajes de texto con amigos y aliados. Tiene el mismo número de móvil desde hace una década, y lo ha repartido alegremente durante ese tiempo. La filtración de sus intercambios con James Dyson, el empresario pro Brexit al que pidió ayuda al principio de la pandemia, ha confirmado un secreto a voces: la ligereza y favoritismo con que los conservadores alcanzan acuerdos o ponen en marcha contratos públicos.

“Yo te lo arreglo mañana mismo”, aseguraba Johnson al ingeniero empresario que revolucionó el mundo de las aspiradoras y hoy está al frente de un negocio multimillonario que apuesta por la innovación tecnológica en los aparatos domésticos. El Gobierno necesitaba entonces de la “magia Dyson” para fabricar a toda velocidad los respiradores artificiales que escaseaban en las UCIs cuando estalló la crisis sanitaria, hace ya un año. El famoso inventor quería ayudar a su país, pero no a costa de poner en riesgo las ventajas fiscales para su compañía y sus empleados que había logrado al trasladar años antes el negocio a Singapur. “¡¡¡Rishi dice que ya está todo arreglado!!! Te necesitamos aquí”, insistía Johnson en sus mensajes de texto. Rishi era Rishi Sunak, el ministro de Economía, quien dos semanas después anunció en la Cámara de los Comunes que su departamento aseguraría que no cambiara el estatus fiscal de aquellos que ofrecieran ayuda al Reino Unido durante la pandemia.

A pesar de las críticas de la oposición laborista, que reclama una investigación parlamentaria del asunto, Johnson se muestra tranquilo. El país atravesaba una crisis descomunal, y él hizo lo que tenía que hacer de un modo resolutivo: “No tengo ninguna necesidad de pedir disculpas por haber removido cielo y tierra y hacer todo lo posible, como hubiera hecho en esas circunstancias cualquier primer ministro, para asegurar que los ciudadanos de este país tuvieran los respiradores necesarios”, respondió a su contrincante, Keir Starmer, durante la sesión de control al Gobierno del miércoles.

Como ocurrió con los mensajes enviados a miembros del Ejecutivo por el ex primer ministro David Cameron, en los que pedía ayuda pública para la financiera quebrada Greensill a la que entonces asesoraba, la posible ilegalidad es muy difusa. ¿Está obligado un ministro, o un jefe de Gobierno, a revelar el contenido de sus conversaciones por teléfono móvil? El Código Ministerial de Conducta -manual sagrado para el buen Gobierno- obliga a que un civil servant (los prestigiosos altos funcionarios británicos) esté presente en toda reunión en la que se traten asuntos o se cierren compromisos de carácter público. WhatsApp ha venido a difuminar esos límites y controles. Por eso varios medios señalaron ya la semana pasada la creciente preocupación que existía en Whitehall -como se denomina, por su localización, al entramado que abarca la oficina del primer ministro y el resto de departamentos gubernamentales- ante la alegría con que se mensajeaban diputados, empresarios, asesores y miembros del Gobierno. Simon Case, el jefe de Gabinete de Johnson y máximo responsable del cuerpo de altos funcionarios, habría recomendado al primer ministro, según esos mismos medios, que cambiara de número de teléfono. Downing Street ha desmentido, aunque solo a medias, esa sugerencia.

“Sórdido, sórdido, sórdido”, repetía en el Parlamento el laborista Starmer, quien ha visto en estos episodios de favoritismo y chalaneo la oportunidad de hacer mella en un Gobierno que vive un momento de relativa tranquilidad y apoyo popular, gracias al éxito de la campaña de vacunación. “El primer ministro consigue beneficios fiscales para sus amigos. El ministro de Economía mueve los hilos para ayudar al empresario Lex Greensill. El ministro de Sanidad llega incluso a tomarse unas copas con él, y David Cameron manda como loco mensajes de texto a todo aquel que le responda”, denunciaba el líder laborista. La respuesta de Downing Street ha sido iniciar una investigación, que más parece una cacería, para dar con el responsable de la filtración de los mensajes de Johnson. Aunque, llevado por la aparente indignación de que se pusiera en duda su honorabilidad, el primer ministro prometió que haría público el contenido de los mensajes de texto que intercambió con Dyson, su equipo ha sido hasta el momento incapaz de precisar cuándo lo hará y qué contenido preciso será el que muestre. A última hora del jueves, a la sombra de favoritismo en Downing Street se sumaba la de un posible ajuste de cuentas. Fuentes del entorno de Johnson, citadas por varios medios, atribuían la filtración al que fuera gurú del primer ministro e ideólogo del Brexit, Dominic Cummings. Expulsado de su puesto asesor en medio de una desastrosa gestión de la pandemia a la que añadió sus constantes enfrentamientos con la pareja de Johnson, Carrie Symonds, Cummings se habría llevado consigo abundante material comprometedor para ir dosificando a los medios a fuego lento.

A medida que el escándalo agarra tracción, comienzan a surgir nuevos intercambios privados entre Johnson y otros personajes relevantes. Por ejemplo, la petición personal de ayuda que le envió el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed Bin Salmán, para que le ayudara a comprar el equipo de fútbol inglés Newcastle United, después de que la Premier League hubiera prohibido la inversión.

La mayoría conservadora que apoya a Johnson rechazó abrir una investigación sobre el escándalo de Greensill, pero dos comisiones han esquivado el mandato y han comenzado a indagar. “Contratos a amiguetes, donaciones desde la sombra, acuerdos dudosos… el goteo empieza a convertirse en un torrente”, ha advertido la número dos del Partido Laborista, Angela Rayner.