Siglos antes de la crisis de la covid-19, Europa vivió otras terribles pandemias que diezmaron su población, como la peste negra y la gran peste de Londres. En aquellos periodos comenzaron a desarrollarse las matemáticas que hoy son fundamentales en la modelización de enfermedades infecciosas: la noción de crecimiento exponencial y el cálculo diferencial.
Los europeos que sufrieron la peste negra en el siglo XIV, especialmente entre 1347 y 1353, creían que la enfermedad era un castigo divino. Algunos de ellos se refugiaron en las iglesias y otros corrieron hacia los lupanares, que conocieron un desarrollo inusitado en la época; los primeros tratando de salvar sus almas y los segundos con el deseo de disfrutar por última vez de sus cuerpos. Los más pudientes huyeron a sus casas de campo, alejadas de los núcleos urbanos, buscando aires más puros y sanos. Algo parecido ocurrió en la gran peste de Londres en el siglo XVII, magníficamente descrita por Daniel Defoe en su Diario de la peste.
Los conocimientos médicos en ambas épocas eran bastante limitados y, en referencia a la microbiología, inexistentes. Por su parte, en la Inglaterra del siglo XIV, el avance matemático se debía principalmente a los llamados “calculadores de Merton”, un grupo de escolares vinculado al Merton College de Oxford. Los principales calculadores fueron los británicos Thomas Bradwardine, William Heytesbury, Richard Swineshead y John Dumbleton. Bradwardine ―quien fue arzobispo de Canterbury― anticipó la noción de crecimiento exponencial, al extender la teoría de proporciones de Eudoxo de Cnido.
Bradwardine, conocido también como Calculator, usó esta teoría para establecer una relación entre la velocidad que adquiría un cuerpo al aplicar una fuerza F teniendo en cuenta la resistencia R. Observó que la velocidad era proporcional al cociente F/R pero de una forma particular, que se correspondía al logaritmo de F/R. Aunque el concepto de logaritmo y su inversa, la función exponencial todavía no existiera en esa época, anticipó tres siglos la idea que después desarrollarían algunos miembros de la familia Bernoulli y Leonhard Euler.
El crecimiento exponencial es un incremento que crece cada vez más rápido según se avanza, por ejemplo, una cantidad x que se duplica en cada intervalo de tiempo; al poco tiempo, en n pasos, habrá crecido de una manera prodigiosa a (2^n)x. Eso es lo que ocurre en una epidemia con las personas contagiadas o en un cultivo de bacterias.
Más de 300 años después de los calculadores, la gran peste de Londres asedió la capital inglesa. Entre aquellos que huían al campo estaba un joven Isaac Newton, que abandonó la Universidad de Cambridge para refugiarse en la granja familiar. Allí desarrolló la mayor parte de sus grandes contribuciones científicas sobre la mecánica, la gravitación y sentó los cimientos del cálculo diferencial. Los actuales modelos matemáticos de epidemias se basan mayoritariamente en ecuaciones diferenciales que dictan la evolución de los contingentes de susceptibles, infectados y recuperados desde la noción de derivada.
Todos estos avances han modificado la vida de los habitantes del planeta de una manera espectacular y, en particular, nuestra respuesta a las epidemias.
Para llegar a los modelos epidemiológicos hizo falta también el nacimiento de la estadística, de la mano de los ingleses Francis Galton y Karl Pearson. Y, por supuesto, el conocimiento científico que ha permitido entender la vida e identificar a los virus como los principales agentes de las epidemias, desarrollado por Charles Darwin, Gregor Johann Mendel, James Dewey Watson, Francis Harry Compton Crick y Rosalind Elsie Franklin, entre otros, acompañados de los correspondientes desarrollos tecnológicos ―microscopios ópticos, microscopios electrónicos, ordenadores―. Estas ideas están presentes en los primeros modelos deterministas en epidemias, propuestos por sir Ronald Ross, Anderson Gray McKendrick y William Ogilvy Kermack en las dos primeras décadas del siglo XX.
Todos estos avances han modificado la vida de los habitantes del planeta de una manera espectacular y, en particular, nuestra respuesta a las epidemias. También ha cambiado la situación poblacional, determinante en el avance de una pandemia. Si en la Edad Media la propagación de la enfermedad era lenta ―se dice que dos kilómetros por día― y saltaba de un lugar a otro principalmente por barcos ―infestados de ratas y pulgas transmisoras―, hoy en día, una persona infectada puede trasladarse en cuestión de horas a miles de kilómetros de distancia tomando un avión. Además, el extraordinario crecimiento de la población mundial ―de unos 300 millones de habitantes en el año 1000, a los 7.800 millones actuales― también ha contribuido a que el virus encuentre auténticas autopistas de propagación en cuestión de días.
Otras reacciones no han cambiado tanto. Y, así, hemos visto cómo las autoridades han tenido que dictar medidas de confinamiento para evitar la huida de los ciudadanos de las ciudades a las zonas rurales. También asistimos a las fiestas de los más jóvenes practicando el carpe diem, tal y como hicieron muchos de nuestros antepasados en otras épocas.
Manuel de León, profesor de investigación del CSIC y fundador del ICMAT y Antonio Gómez-Corral, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, son autores del libro Las matemáticas de la pandemia (CSIC-Catarata, 2020)
Café y Teoremas es una sección dedicada a las matemáticas y al entorno en el que se crean, coordinado por el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT), en la que los investigadores y miembros del centro describen los últimos avances de esta disciplina, comparten puntos de encuentro entre las matemáticas y otras expresiones sociales y culturales y recuerdan a quienes marcaron su desarrollo y supieron transformar café en teoremas. El nombre evoca la definición del matemático húngaro Alfred Rényi: “Un matemático es una máquina que transforma café en teoremas”.