Entre el polvo y la basura acumulada que han dejado otros funerales en el panteón de San Isidro de Ecatepec, en el Estado de México, un sepulturero echa tierra sobre el ataúd de un desconocido. No se sabe su edad, ni de dónde era o si tenía familia, ya que nadie ha venido a su entierro. Juan Cruz, el jefe de sepultureros, dice que los paramédicos le encontraron tirado en la calle. La escasa información de su ficha solo reza que la causa de la muerte es “probable SARS-CoV-2”, una de las más de 165.000 víctimas que se ha cobrado el virus en el país, especialmente durante el mes de enero.
A unas pocas tumbas de distancia, un miércoles a finales de enero, la familia Reynaga le da el último adiós a su padre, quien ha fallecido por complicaciones respiratorias. “No murió por covid-19, pero la pandemia le ha afectado el velorio. No nos han dejado enterrarle en nuestra perpetuidad [espacio del cementerio que se alquila por siete años]. Dicen que es porque es fraudulento, pero estoy seguro de que es porque necesitan el espacio para los fallecidos de coronavirus”, se queja Santiago Reynaga Ávila, hijo del difunto.
Indignado, Reynaga narra las complicaciones que tuvo para encontrar una funeraria que le atendiera. “Hay tanta saturación que tardan varios días en atenderte y no hay quien te haga el certificado de defunción para enterrarlo. Y los precios han subido un montón. Por suerte unos amigos nos sacaron del apuro y podemos despedirle como Dios manda”, dice, mientras alza en el aire una cerveza para despedir a su difunto.
La segunda ola de la pandemia en México ha alcanzado un máximo de muertes histórico durante diciembre y enero. En el primer mes de 2021, los fallecidos por covid-19 llegaron a sumar 1.803 en un solo día, y durante una semana se registró más de un millar de muertos diarios, muy por encima del peor momento vivido en junio. El pasado 5 de febrero, Ciudad de México sumó 397 decesos por covid-19 en un día, casi tres decenas de muertes más que las que dejó el sismo de 2017 según las cifras oficiales. Desde diciembre, la capital —que ya acumula más muertos que países enteros como Bélgica, Turquía o Canadá— ha vivido el equivalente a dos o tres sismos cada semana. En consecuencia, la metrópoli debe enterrar bajo un sistema colapsado al exceso de víctimas, muchas de las cuales fallecen en sus domicilios.
Ese fue el caso de Ernesto Martínez, el hermano de Gloria Martínez, la jefa de panteones de Iztapalapa. Ella misma es testigo de la saturación de la segunda ola, que ha empujado a sus panteones a recibir más de 100 servicios al día, cuando lo normal solía ser entre ocho o diez. Cuando su hermano enfermó por covid de gravedad en la segunda semana de enero, vio la saturación de la capital más allá de las paredes de su cementerio. “Mi hermana llamó a la ambulancia y directamente nos dijeron que no había lugar a donde llevarlo, que si lo recogían lo más probable es que nos lo devolvieran ya muerto”, recuerda. Preguntaron en un hospital privado, pero el precio de 150.000 pesos (7.400 dólares) por el ingreso, más 100.000 diarios (casi 5.000 dólares) por la terapia intensiva disuadió a su familia, que pertenece a un país donde el salario medio es de 7.000 pesos al mes (350 dólares). Finalmente, después de algunos días, Ernesto murió en su casa y lo enterraron en el panteón civil para vecinos del municipio en San Lorenzo Tezonco.
Cuando encontrar una cama en un hospital es una peregrinación sin garantías de éxito a causa del 72% de la ocupación en la capital, los costos aumentan. La atención privada en un hospital particular puede variar, pero no baja de los 130.000 pesos por ingreso y por día, según los médicos consultados para este reportaje. El monto incluye el coste de la atención por cada día que se usa la cama, los honorarios de los médicos que atienden al paciente, los medicamentos para paliar los efectos del coronavirus, el uso de los aparatos tales como respiradores u oxímetros y hasta la hemodiálisis en los casos necesarios.
Ernesto Martínez, quien cuidaba al máximo sus contactos para evitar infectarse, contagió a su padre y a su tío antes de morir. En apenas 15 días, Gloria Martínez asegura que ha pagado 40.000 pesos (casi 2.000 dólares) solo por el tratamiento de su padre en casa.
En los casos más extremos, donde un paciente necesita atención en un hospital particular durante varias semanas, la factura puede llegar a ascender a los 3 millones de pesos (casi 150.000 dólares). Un médico que colabora en varios hospitales privados de la ciudad, y que dio su testimonio a condición de mantener el anonimato, asegura a EL PAÍS que hay familias que llegan a vender carros o propiedades en el intento de salvar a sus seres queridos. “Depende mucho del hospital, pero en particulares están cobrando una millonada”, explica. “Imagínate que después de todo eso se te muere el paciente y te quedas con una deuda millonaria”, dice, y narra cómo, durante esta segunda ola, han llegado a dejar cuerpos abandonados. “Lo malo es que no hay refrigeradores para ellos y se acumulan”.
La magnitud del exceso de muertes ha sobrepasado cualquier previsión logística, privada o pública, y eso ha alcanzado hasta el paso más elemental para tramitar un fallecimiento: la obtención de un certificado de defunción. Santiago Reynaga Ávila apenas tuvo tiempo de buscar una funeraria cuando falleció su padre. “Me pasé llamando, pero todas me decían que había una espera de cuatro días, ¿qué voy a hacer yo con el cuerpo tanto tiempo?”, exclama. En los servicios de certificados de defunción, necesarios para empezar los trámites de inhumación o cremación, había una cola de casi una semana. Antes de la pandemia, conseguir este documento requería solo unas horas y era un trámite que no costaba más de 1.500 pesos. “Un conocido nos ofreció el servicio de un amigo suyo que nos conseguía el documento por 12.000 pesos. Nos pareció demasiado, pero el segundo que encontramos nos lo subía a 15.000”, recuerda.
David Vélez, presidente de la Asociación de Propietarios de Funerarias y Embalsamadores, explica que durante la segunda ola de covid-19 se produjo un desabastecimiento del papel oficial numerado de los certificados en el Estado de México. Además, empezaron a escasear los ataúdes. Aun así, asegura que los servicios funerarios se mantienen en los 10.000 pesos. Gloria Martínez añade que muchas empresas particulares sobrepasan esos precios. “Lo más barato que encuentras es en 18.000 pesos, pero hay quien llega a pagar por lo mismo 31.000”, detalla.
Vélez explica que además no existe un mecanismo regulador para los precios de los funerales. A diferencia de otros servicios de la pandemia que deben acogerse a una tarifa fija para evitar oportunismos —como el precio de los tanques de oxígeno—, las tarifas funerarias responden a la ley de oferta y demanda del mercado en cada momento, y en un año de pandemia las solicitudes se han disparado. Aun así, Vélez asegura que en la segunda ola la tarifa de las funerarias bajó un 40% por el desabastecimiento de ataúdes, una de las piezas más caras de toda la ceremonia. “Al quemar los cuerpos directamente en la bolsa, se prescinde del ataúd y baja el precio”, explica.
Los panteones que dirige Martínez en Iztapalapa se preparan para la llegada de dos cuerpos víctimas de covid que serán enterrados en una tumba dentro de sus 120 hectáreas cuadradas. La alcaldía popular de Iztapalapa, que con 1,8 millones de habitantes ha perdido a 4.000 vecinos por el virus —más que algunas entidades federativas enteras—, recibe cuerpos de otros Estados donde ya no queda sitio. Las tumbas que ha cavado el sepulturero Gustavo Mendoza se suman a las más de 85 que ha abierto en la última jornada. Y todavía quedan más de 50.000 huecos.