Israel tiene un ardiente problema interno. El modelo de coexistencia entre la mayoría judía laica y religiosa moderada y la minoría ultraortodoxa se ha resquebrajado durante la pandemia. Los jaredíes, que representan un 13% de la población del país, acumulan más de una tercera parte de los contagios mientras la tasa de infecciones se dispara a pesar de la acelerada campaña de vacunaciones.
Basta con asomarse a la entrada del barrio de Mea Shearim, feudo de los ultrarreligiosos en el corazón de Jerusalén, para constatar que muchos de ellos no portan mascarillas ni guardan distancia física. Sus yeshivas, o escuelas rabínicas, y sinagogas están llenas hasta la bandera en medio del estricto confinamiento general. La intervención de las fuerzas de seguridad para hacer cumplir las restricciones sanitarias ha desatado en los últimos días enfrentamientos sin precedentes cercanos, con la quema y destrucción de autobuses y paradas de tranvía en sucesivas noches de disturbios. Un agente tuvo que disparar al aire al verse acorralado por una turba de jóvenes en Bnei Brak, bastión de los temerosos de Dios en el área metropolitana de Tel Aviv.
“Si no cambia el marco de relaciones entre el Estado y la comunidad ultraortodoxa, Israel se encamina hacia el colapso”, predice el columnista Ben-Dron Yemini en el diario Yedioth Ahronoth. “El estallido de violencia solo es una pequeña parte de la cuestión”, argumenta. “Las masivas subvenciones estatales, la deficiente educación religiosa, los prófugos del servicio militar, esos son los problemas derivados de la capitulación de una mayoría aconfesional ante los líderes espirituales jaredíes”.
La pugna entre laicos y religiosos es tan antigua como el Estado de Israel. Desde la era fundacional de David Ben Gurion, en 1948, los estudiantes de las yeshivas quedaron exentos de servir en el Ejército. El comercio, la hostelería y el transporte público suspendieron además su actividad durante el sabbat, jornada sagrada judía. Década tras década la tensión entre ambos estilos de vida ha generado episodios de tensión. Hace 73 años los ultraortodoxos apenas alcanzaban el 4% de la población. Gracias a su vertiginoso auge demográfico –no es raro encontrarse hoy en día con familias de siete u ocho hijos en sus distritos–, en 2040 está previsto que superen el 20%.
Todos miran a Israel
No todos los ultrarreligiosos judíos son iguales. Se agrupan en dos grandes corrientes: la askenazí (centroeuropea), con ramas jasídica y lituana, y la sefardí u oriental. La primera tiene representación política en la Unión por la Torá y el Judaísmo (UTJ), mientras la segunda cuenta con el partido Shas. Ambas fuerzas se nutren del disciplinado voto de sus adeptos y apuntalan con sus escaños en la Kneset (Parlamento) el Gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu desde 2015. Su influencia política corre en paralelo a su auge demográfico. Entre 2014 y 2018, estos partidos lograron que se duplicaran las aportaciones estatales para sus centros de enseñanza, donde no se siguen los programas oficiales de educación y los alumnos aprenden de memoria las sagradas escrituras sin recibir apenas clases de matemáticas, ciencia o inglés.
Mientras los ultrarreligiosos sefardíes han cumplido en general las órdenes del Ministerio de Sanidad y no se han visto involucrados en los disturbios, los askenazíes se han convertido durante la pandemia en un Estado aparte dentro de Israel. Las sectas lituanas de Jerusalén, Bnei Brak y Beit Shemesh (centro del país) han ignorado en toda regla las medidas más elementales para frenar la propagación del coronavirus. El debate para excluir a sus partidos del poder en la coalición de Gobierno que surja de las elecciones del 23 de marzo ya ha comenzado en Israel.
Separación entre religión y Estado
“Se ha producido una confrontación de dos visiones ideológicas dentro de un mismo pueblo. Una que demanda la supremacía de los principios democráticos universalmente reconocidos, y otra que los supedita al legado religioso en función de la interpretación del rabino de turno”, puntualiza el analista político Daniel Kupervaser. “La solución a este dilema, según las normas de las democracias modernas”, concluye, “es separar la religión del Estado”. En Israel, el rabinato ortodoxo mantiene un monopolio legal sobre el matrimonio, solo reconocido bajo el rito religioso, las conversiones al judaísmo, que dan derecho a la adquisición de la nacionalidad, y sobre las repletas arcas del kashrut, certificación de que un local o comida es kosher (acorde con la ley judaica).
Las consignas de los rebbes o rabinos jasídicos son seguidas con fe ciega por los sectores jaredíes más fanáticos, que han estado inmersos en los violentos incidentes del pasado fin de semana. Mientras líderes espirituales nonagenarios definen el bien y el mal ante cientos de miles de acólitos, una mayoría silenciosa de los temerosos de Dios parece integrarse progresivamente en la vida social y la actividad económica de Israel. Una gran parte de los hombres se dedica aún en exclusiva al estudio de las sagradas escrituras y la oración, mientras son las mujeres (con un 75% de tasa de actividad laboral) las que sostienen la economía familiar con empleos precarios y ayudas sociales.
“Los residentes de Bnei Brak son gente pacífica que observa la Torá y los mandamientos de Dios y obedece las leyes”, aseguraba el martes el diputado de la UTJ Yaakov Asher, cuando todavía humeaban los restos del autobús calcinado en su ciudad. “Las bandas juveniles que han causado los daños no nos representan”. La división entre los propios jaredíes ha emergido también de la crisis.
La expansión demográfica de los ultraortodoxos les ha llevado a asentarse en colonias religiosas del territorio palestino de Cisjordania en busca de viviendas más amplias para sus familias. “Cruzan la frontera de la Línea Verde por razones socioeconómicas y no ideológicas”, precisa el experto en asuntos de la ocupación Yehuda Shaul. “Hoy representan el 40% de los [más de 600.000] colonos de Cisjordania y Jerusalén Este, después de haber multiplicado su presencia a partir de los Acuerdos de Oslo de 1993”, añade el cofundador de la ONG de militares veteranos Rompiendo el Silencio.
Incluso entre el centroderecha que respalda a Netanyahu, los sectores laicos de Israel han roto ya con los ultrarreligiosos. Primero fue el exministro Yair Lapid quien impulsó en 2013 una reforma del servicio militar (de cumplimiento obligatorio entre dos y tres años, tanto para hombres como mujeres mayores de 18 años), con el fin de alistar a los jóvenes de las yeshivas. Cuando el centrista Lapid salió del Gobierno y retornaron al poder los partidos ultraortodoxos el primer ministro dejó en suspenso la aplicación de la legislación sobre levas.
Otro antiguo asociado del líder del Likud, el conservador Avigdor Lieberman, trató sin éxito de reinstaurar la norma de reclutamiento general antes de dimitir como ministro de Defensa en 2018. Ambos dirigentes encabezan hoy la estrategia de alianza entre varias formaciones parlamentarias para vetar la presencia de los ultraortodoxos en el Ejecutivo. Y apear de paso del poder a Netanyahu, quien permanece al timón de Israel desde hace 12 años. “El primer ministro necesita de los escaños que [los jaredíes] le aportan en la Kneset para tratar de librarse de su proceso por corrupción”, apostilla el comentarista del diario Maariv Ben Caspit. “Por eso les ha pagado sus favores con el dinero de nuestros bolsillos y ha dejado de imponer la ley y el orden en la lucha contra el coronavirus”.
Se adhiere a los criterios de