Parecía una ocurrencia a bote pronto. Pocas horas después de que una jueza británica bloqueó la extradición de Julian Assange, fundador de WikiLeaks, a Estados Unidos para enfrentar las acusaciones de espionaje y hackeo de computadoras gubernamentales porque el aislamiento podría llevarlo al suicidio, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que pediría al Reino Unido su libertad –que más allá de lo que anticipó, podría darse esta misma semana por la deteriorada salud mental del preso– para ofrecerle asilo político en México. Su extravagante iniciativa causó sorpresa, y los portales de los principales medios mexicanos dieron la noticia con tanta sonoridad, que ocultó la sentencia de muerte al Instituto de la Transparencia, el INAI.
En un mismo evento, la mañanera, López Obrador mostró la enorme contradicción de su pensamiento, y sus obsesiones por destruir todo lo que recuerde el pasado mexicano, aun si algo fue positivo. Este es el caso de Transparencia, un instituto creado gracias a una reforma de segunda generación democrática impulsada por medios y universidades durante el gobierno de Vicente Fox, quien a regañadientes tuvo que aceptar ese órgano autónomo. El INAI es el instrumento que enfrenta la opacidad, la que a su vez es caldo de cultivo para la corrupción. Pero se entiende el trato obsceno de López Obrador a ese órgano. Veamos.
Ayer, al sugerir un nuevo recorte en el gasto del gobierno, se lanzó contra el INAI, que afirmó tiene mil millones de pesos de presupuesto anual. “Se quiere un organismo independiente, un organismo autónomo. Qué, ¿no está para eso la Cámara de Diputados?, ¿la Auditoría Superior de la Federación?”, dijo, mezclando la gimnasia con la magnesia. Pero no fue un error, sino el preámbulo de una perorata: “Esos aparatos administrativos los crearon para simular que se combatía a la corrupción, para simular que había transparencia, para simular que no había impunidad. Todo fue una farsa y al mismo tiempo era para darle trabajo a los allegados de los funcionarios públicos”.
El INAI ha sido un instrumento de contrapeso de gobiernos, que aunque a varios no les han gustado sus acciones y han litigado para evitar dar información a quien lo solicite, no buscaron su desaparición. López Obrador sí ha sido consistente en querer destruirlo. No le gustaba antes, ni ahora. Siempre le han incomodado los órganos autónomos porque no puede controlarlos –por eso los amedrenta y coloniza–, y porque son contrapesos del poder. Él quiere que todo lo que hace se oculte, aunque afirma lo contrario.
Este lunes dijo que promoverá que se dejen de reservar acciones de gobierno, cuando esa práctica la ha utilizado sistemáticamente para ocultar información desde que gobernaba la Ciudad de México –la secrecía sobre los segundos pisos es un ejemplo–, o en la actualidad la bitácora de viaje del avión en el que se transportó al expresidente boliviano, Evo Morales, que será secreta durante cinco años, tiempo suficiente para que los mexicanos no sepan, por ejemplo, que la nave de la Fuerza Aérea Mexicana hizo escala en La Habana, donde un cercano a López Obrador, fue por él. En otros casos se actúa con cinismo, como cuando la Presidencia asegura que no existe información que ha hecho pública el mandatario, o sobre estructuras del Ejecutivo.
La otra cara del Presidente es Assange. Consistente en su posición sobre el súbdito australiano al que el gobierno de Estados Unidos acusó en 2019 de 17 violaciones al Acta de Espionaje y conspirar para hackear las computadoras del gobierno en 2010 y 2011, que resultó en miles de páginas de secretos divulgados a través de WikiLeaks, López Obrador ha elogiado reiteradamente la divulgación de esos documentos. “No sé si él ha reconocido que actuó en contra de normas y de un sistema político”, dijo hace un año en la mañanera a propósito de informes diplomáticos sobre México, “pero en su momento, estos cables mostraron cómo funciona el sistema mundial en su naturaleza autoritaria. Son como secretos de Estado que se conocieron gracias a esta investigación”.
En sus palabras, Assange hizo un gran servicio al mostrar cómo funciona un sistema, pero el INAI, en cambio, es un órgano que debe desaparecer porque sólo sirvió como simulación para ocultar la corrupción. No tiene pruebas de ello, que ya las habría exhibido, pero detrás de la acusación se puede argumentar que el INAI, como el periodismo de investigación –que elogió en el caso de Assange– es un peligro para él y para la imagen de honestidad e incorruptibilidad que ha construido. La transparencia es una amenaza para el régimen de la llamada cuarta transformación, porque lo obliga a mostrar qué hace con el dinero público, para dónde va y cómo y a quién se le reparte.
La caja del gobierno federal no es opaca, es negra. Sólo en su primer año de gobierno, de acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad, se dieron 184 mil 702 contratos, de los cuales, ocho de cada 10 fueron adjudicaciones directas. De esa forma se canalizaron 126 mil millones de pesos, la cifra más alta desde 2013, y 35 por ciento más alto del monto de adjudicaciones directas en el último año de gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. Entre las adjudicaciones directas se encuentran las que obtuvo la prima de López Obrador de Pemex por 365 millones de pesos, y siete contratos por 162 millones de pesos al hijo del director de la Comisión Federal de Electricidad. Qué casualidad.
Assange no representa ningún riesgo a su persona o a su gobierno; el INAI sí. De acuerdo con la última Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental del Inegi, la percepción de corrupción durante el primer año de la administración de López Obrador creció 7.5 por ciento. Un órgano como Transparencia es claramente un riesgo, y un riesgo hay que aniquilarlo. En eso está.