Pelearse con el gobierno de Estados Unidos, siempre pensó el presidente Andrés Manuel López Obrador, era un mal negocio, porque podría desbarrancar su proyecto. Las cosas, obviamente, han cambiado. Decidió enfrentarse con el gobierno de Donald Trump al mismo tiempo de desdeñar al presidente electo, Joe Biden. El presidente mexicano debe sentirse muy seguro en la silla y con el control de todas las variables para que haya decidido quitarse la máscara y pelearse con los gringos, que en acciones, no en declaraciones, es lo que ha hecho.
Su afinidad con Trump había obedecido al interés estratégico que no fuera a cruzarse en su proyecto de cambio, que para López Obrador resultó menos costoso que entregarle la soberanía en materia de migración y política de asilo, que cambió –sepultando décadas de principios– por una bolsa de aranceles acotados. No obstante, fue bastante extraño que después de todo lo cedido y el bono que le pagó al no reconocer la victoria electoral de Biden durante 41 días, apoyando la falsa acusación de fraude electoral –al argumentar un símil con su propia experiencia en 2006–, se peleara con su gobierno en el epílogo de su mandato.
No puede ser tan torpe, disparatado e ignorante el presidente de México para pelearse puerilmente con el gobierno de Estados Unidos, sabiendo que su servicio civil de carrera continuará en la siguiente administración –es decir, los agravios seguirán después del 20 de enero–, al tiempo de haber maltratado a Biden al negarse a reconocer su victoria hasta ayer, donde en la carta de felicitación que le envió el lunes por la noche ratifica la línea que marcó desde la semana pasada: quieren buenas relaciones, respeten la soberanía mexicana. Lo que no hizo durante casi dos años con Trump, ahora se lo señala como premisa básica de amistad y colaboración, a Biden.
Perfecto. Cuando menos en los últimos días, hay consistencia en su actuar. Las reformas a la Ley de Seguridad Nacional fue la primera estación. Pese a las protestas de Estados Unidos y la vergüenza del secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y de la embajadora en Washington, Martha Bárcena, al tratar de explicar a los diplomáticos de ese país la lógica de López Obrador con esa ley, que ajusta cuentas con la DEA, dinamitando el puente de las amplias y complejas relaciones bilaterales en materia de seguridad, sus mayorías en el Congreso de la Unión, junto con sus aliados y miembros de la oposición, la aprobaron.
La consecuencia será la pérdida total de confianza en las instituciones de seguridad mexicanas, y ratificar que López Obrador y su gobierno optaron por la defensa de los cárteles de la droga. Por omisión o comisión, pero así es. Si las agencias de inteligencia han grabado las conversaciones del Presidente y el director del Centro Nacional de Inteligencia, el general retirado Audomaro Martínez, quizás ya sepan cuáles son las razones de los abrazos a los narcotraficantes y nada de balazos. Pero, para efectos de argumentación, si el presidente de México no fuera laxo con los narcotraficantes, criminalizar la acción de las agencias de seguridad y de inteligencia extranjeras, y obligarlas a que informen de lo que obtengan al gobierno mexicano, coloca la cooperación de seguridad en un nivel que nunca había estado en su historia. De hecho, esto no pasa en el mundo. A ningún país se le ocurre siquiera intentar lo que en tiempos de paz, convirtió en ley López Obrador. Las consecuencias vendrán.
Esta ley no puede ir separada de las reformas a la Ley del Banco de México, que corrieron los diputados a aprobarla en comisiones –irá al Pleno en 2021–, y que lo empuja a lavar dinero. Círculo ideal, como se detalló aquí el viernes pasado, al proteger a los cárteles para que no los persigan, y que sus ingresos y utilidades, que pasan por el sistema financiero estadounidense, se limpien aquí. Si alguien no entiende por qué están tan enojados en Washington con López Obrador, pueden ver que no es un asunto de defensa de soberanía, sino de tomar partido. Sus aliados, con estas reformas, aun involuntariamente, son los criminales.
Es tan monumental el error de pasar reformas controvertidas en fast track y sin matices, que no puede ser consecuencia de una visión reduccionista. No hay tontos en el gobierno lopezobradorista, por lo que esto que sucede con las relaciones bilaterales con Trump y perfiladas ya con Biden, es producto de una decisión clara del presidente de México. Sus motivos debe tener. Lo que no va a aceptar el nuevo gobierno de Biden, lo tiene que saber de antemano, es que su propuesta en la carta de “esforzarnos en mantener buenas relaciones bilaterales fincadas en la colaboración, la amistad y el respeto a nuestras soberanías”, se materialicen con esas dos leyes. Ni Estados Unidos, ni una gran parte del mundo, está a gusto con un gobierno que sea santuario de delincuentes y proteja el crimen trasnacional.
Las reacciones de Washington no serán las clásicas del pasado. Desde hace tiempo son menos primitivos y más eficientes. Por la vía de la ley, por ejemplo, llevaron a la cárcel a un presidente guatemalteco, y envolvieron en acusaciones, por terceras vía, al gobierno del expresidente Enrique Peña Nieto. Ya vimos cómo capturaron al exsecretario de la Defensa, general Salvador Cienfuegos, acusado de recibir sobornos del narcotráfico. No necesita Washington tocar a López Obrador, pero otra cosa es su entorno.
Alrededor de él hiede a corrupción, uno de los motores del gobierno estadounidense que explota para confrontar a un enemigo o a un aliado disfuncional. Los arquitectos de las leyes en cuestión, son también blanco natural de operaciones tipo Cienfuegos. López Obrador y su equipo están marcados. Tiene que saberlo. Está bien si así quiere que sea la relación bilateral de ahora en adelante, sólo que se prepare para lo que viene delante.