Junio fue el peor mes del joven sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador. Todos sus atributos cayeron, y pese a mantenerse en niveles cómodos para gobernar, revela el desgaste que ha tenido en su gestión y la creciente tendencia hacia la desaprobación mayoritaria. Ese puerto no está cerca, pero cada vez está menos lejos. Sin embargo, las luces amarillas no existen en Palacio Nacional, como lo demostró en su mensaje de 45 minutos, este miércoles, para celebrar la victoria electoral de hace dos años, y que utilizó, como desde el primer momento de su empoderamiento, para apuntalar su narrativa de pureza contra los demonios del pasado.

López Obrador cambió el tono belicoso, pero no dejó de ser López Obrador. Habló con la misma arquitectura que siempre ha tenido, que busca estimular las emociones básicas de la gente y explotar los sentimientos que todavía tienen con el régimen al que derrotó, y está empeñado en aniquilar desde sus cimientos. Las emociones básicas de los mexicanos las tiene bien diagnosticadas, el rencor y el enojo, los temores y la tristeza. Sus palabras siguen funcionando para millones a los que toca en su estado emocional subyacente, y que le permite mantener el amplio apoyo, pese a las tormentas que muchas veces lo ahogan.

El discurso de la victoria fue, como desde aquel que pronunció la noche del 1 de julio de hace dos años en el Zócalo, para un México que partió en dos desde un principio, el pueblo y las élites, como las define en el maniqueismo que sigue sonando en su caja política-electoral.

A nadie debe sorprender que la estructura de su mensaje fuera la misma de siempre, que los énfasis hubieran sido repetidos hasta el cansancio, y que el manejo de sofismas, verdades a medias acomodadas caprichosamente a su retórica, sean parte de la fórmula que le funcionó para ganar, y que le sigue rindiendo frutos. No le durará todo el sexenio, pero por lo que se vio, intentará que el combustible le alcance para las elecciones intermedias del próximo año.

El Presidente le habló al México que vibra ante sus palabras, sin importar qué tanta realidad carguen. Los señalamientos de corrupción, de privilegios demolidos, tan ciertos muchos como falsos otros, forman parte de su pensamiento mecánico y lineal, que envuelve en sus mismas referencias históricas, en las citas textuales a las que le gusta recurrir, en sus trampas estadísticas, en sus mentiras conceptuales sobre política económica, seguridad, salud o una corrupción cuyo combate administra con la máxima juarista de “a los amigos justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”.

Pero López Obrador tiene claro el termómetro de la gente. Sabe que todavía hay una masa de personas que respaldan su gestión, más por él como persona, que por su eficiencia en el ejercicio de gobernar. Por eso no se cansa de apelar a las emociones básicas, aprovechando que su palabra penetra. La mejor demostración de ello la aportó la encuesta que publicó ayer El Financiero, donde su aprobación está en 56 por ciento, que aunque es una caída de cuatro puntos en un mes, 12 puntos con respecto a abril, y es la calificación más baja desde que inició su sexenio, sin embargo sigue siendo tres puntos superior –equivalentes a un millón y medio de personas– al porcentaje con el que arrolló en la elección presidencial.

Sin embargo, con la información demoscópica que tiene, el discurso de este miércoles es el que mejor se acomodaba a sus intereses. Dijo lo mismo de siempre, pero de otra manera. No se peleó con nadie en particular, como goza hacerlo, ni fustigó a alguien en particular o laceró. En cambio, la única variable de su mensaje acostumbrado, aunque también con una idea ya usada, se llamó el presidente “más insultado” en la historia. No hay datos que lo corroboren, pero quienes hoy se quejan de ello, ayer lo hacían con sevicia al gobernante en turno.

El mensaje de López Obrador, sin bien cultiva a sus clientelas y a una parte de aquellos que votaron por él y no se han ido, funcionará políticamente, pero el otro México con el cual litiga cotidianamente no le cree. La nueva encuesta entre inversionistas de Credit Suisse muestra el escepticismo que hay sobre López Obrador y su gobierno.

El 98 por ciento de los inversionistas mexicanos y extranjeros considera que la situación económica está muy mal, ahuyentando a los capitales. El 40 por ciento duda de invertir en México por la volátil situación económica global, y 31 por ciento por la inestabilidad de las políticas económicas.

El tercer rubro que desalienta la inversión, con 21 por ciento, es la inestabilidad política, la segunda variable que colocan con mayor frecuencia cuando se pregunta sobre las dudas para inyectar recursos en el México de López Obrador. Sólo las tasas de interés, que siguen siendo muy competitivas, mantienen a flote lo que, de no haberlas tenido, la profundidad de la crisis sería mayor.

Con ese México, menor al que se mueve por las emociones básicas, lucha siempre López Obrador, con afirmaciones al aire y sin ataduras, como asegurar que pese a todos los pronósticos, ya comenzó la recuperación económica. “A pesar de los pesares”, remató, los resultados han sido buenos. Ojalá tuviera razón, pero objetivamente no la tiene. Su fe será inagotable, hasta que la realidad termine de derrotarlo.

Pero no será un mejor momento para nadie, o para quien apuesta a su colapso. Comenzará lo peor. Su narrativa de resentimiento se agudizará y la bipolaridad de las dos sociedades que sistemáticamente confronta, será su locomotora para la victoria en 2021. Si no lo logra, su proyecto estará en riesgo. Lo sabe y está apostando su capital político para que eso no suceda.