El narcotraficante de las dos fugas y las tres capturas. El de los más de mil millones de dólares en fortuna. El sinaloense que, de la nada, construyó una organización criminal con ganancias anuales de más tres mil millones de dólares.
El terror se invirtió. Ya no será él ni los suyos quienes lo siembren. Se acabó. Ahora es él y sólo él, el condenado a terminar sus días en la sombra. Esa metáfora trágica, ese final al que habría querido nunca llegar, es lo único que tiene por delante. Joaquín El Chapo Guzmán pasará el resto de sus días en prisión. Con su condena se acaba una era: la del criminal más buscado del mundo. El narcotraficante de las dos fugas y las tres capturas. El de los más de mil millones de dólares en fortuna. El sinaloense que, de la nada, construyó una organización criminal con ganancias anuales de más tres mil millones de dólares. El delincuente que, viviendo a salto de mata, tuvo tres parejas y nueve hijos. El que inundó de heroína, cocaína, mariguana y metanfetamina a regiones enteras de Estados Unidos. El que, tras la muerte de Pablo Escobar, logró controlar el 35% del mercado de la cocaína en Colombia.

El Chapo, el señor de los túneles y los escapes. El que quiso provocar un incendio en su juicio; el que lanzó nombres de expresidentes, de exfuncionarios. El que se llevará consigo esos tantos nombres de quienes le habrán brindado protección, pero que acaban como verdad en entredicho por las tantas dudas que se atribuyen, ipso facto, cuando vienen de un hombre como él.

Joaquín Guzmán Loera, el que negó frente a cámaras de televisión dedicarse al narcotráfico. Al que le bastó un carrito de lavandería para huir de la justicia. El que acusó torturas, el que señaló injusticias previo a conocer su condena. El que agradeció a su familia y abogados el apoyo incondicional.

El líder del narco que lee a Roberto Saviano. El que fue portada en la Rolling Stone. El obsesionado con el dinero, el que no decidía cuál celular comprar para una de sus invitadas. El criminal al que llamaban “Don Joaquín”, el que, preso en Puente Grande, daba descanso a las cocineras de la prisión y mandaba traer su comida de fuera, el que organizaba fiestas estando en reclusión.

El Chapo, el que intentó sobornar a los agentes que operaron su última captura para emprender otra huida. El del rostro derrotado y la mirada atestada de miedo, cuando la peor de sus pesadillas se hizo realidad: esa imagen suya en manos de autoridades de Estados Unidos cuando se concretó su extradición. El primer capítulo del fin de su historia, ésta que hoy termina con su encierro vitalicio. Es muy probable que el mundo no vuelva a saber de Joaquín El Chapo Guzmán sino hasta el día de su muerte. Es muy probable que, con los reacomodos en el crimen organizado, no exista otro personaje como él, acaso sólo El Mayo Zambada como referencia más inmediata de esos líderes construidos a partir de la imagen de Pablo Emilio Escobar Gaviria y Joaquín Guzmán Loera, los “todopoderosos”. Éste es el fin del criminal que quiso perpetuar su imagen como figura legendaria, pero que hoy sólo alcanzó perpetuidad en una cadena que lo hundirá en prisión hasta el fin de sus días.