El Chapo, antes de su fuga de Puente Grande en 2001. PEDRO VALTIERRA

Hace más de 26 años, el cardenal Juan Jesús Posadas murió acribillado en el aeropuerto de Guadalajara, en el centro de México, al parecer víctima del fuego cruzado entre dos grupos de narcotraficantes. Al parecer, porque las autoridades mexicanas nunca llegaron a una conclusión, bailando a ratos con la teoría del fuego cruzado y a ratos con la del asesinato premeditado. Posadas recibió 14 balazos y el Gobierno, encabezado entonces por Carlos Salinas de Gortari, se lanzó a la caza de Joaquín El Chapo Guzmán. Fue la primera vez que el capo chocaba frontalmente contra un sistema que hasta entonces lo había —al menos— tolerado.

Aquel desencuentro no significó su perdición. Detectado desde principios de la década de los noventa, El Chapo fue detenido tres veces en 25 años. En todo este tiempo ha sido acusado de ordenar y perpetrar decenas de asesinatos, pero apenas ha cumplido siete años de cárcel en México. Su condena ahora en Estados Unidos asegura su impunidad en el país que le vio nacer. Esta vez, para siempre.

La primera detención de Guzmán ocurrió un mes después de la muerte de Posadas. Era junio de 1993. Salinas agotaba su mandato, mientras el PRI encaraba una etapa delicada, con la figura de Luis Donaldo Colosio en el centro del tablero político. La sucesión peligraba por primera vez, un error podía ser fatal. Cuando atraparon a Guzmán, la fiscalía no tardó en vincular al capo con Posadas. Guzmán fue recluido en el penal de Puente Grande, en Jalisco. El capo fue juzgado y condenado. Debía pasar 20 años en prisión, pero en enero de 2001 decidió escapar. La prensa de entonces recoge cronologías de la decadencia del poder estatal en Puente Grande, poder que acumulaba Guzmán junto a sus socios. Fue allí donde conoció a Dámaso López, futuro compañero de fatigas. El capo convirtió la prisión en su morada, un poco al estilo de Pablo Escobar en Medellín años antes, cuando construyó su propia cárcel y así, su propia condena.

Parece, sin embargo, que la fiesta presidiaria llegó a oídos de demasiada gente en México y el Gobierno decidió intervenir. Conocedor de los planes del Ejecutivo de Vicente Fox, Guzmán dejó el penal. Se camufló en un cesto de ropa sucia y salió de la cárcel, su primera fuga hollywoodiense. No la volvería a pisar hasta 2014.

El Chapo encarna el paradigma del capo moderno, elevado a mito en algunas zonas como nadie antes, a excepción quizá de Escobar. La diferencia aquí es la escala, el volumen y la calidad de su presencia mediática. El Chapo ha sido en vida, odiado y celebrado.

La entrevista con Sean Penn en su escondite de la sierra de Sinaloa es quizá el momento culminante de su fama, el clímax de la película de su vida. El bandido huido recibe a la estrella de Hollywood. La actriz Kate del Castillo acompaña a Penn. La posibilidad de producir un filme sobre la vida del capo figura en el centro del encuentro. ¿Pensaron entonces en incluir ese encuentro en la futura película? Los vídeos de la entrevista muestran por primera vez al Guzmán hombre, ajeno a la figura vaporosa del mito. Allá está el capo, un ser menor expulsado del Olimpo de lo inasible, de lo invisible.

La figura del capo sinaloense refleja por otro lado el fracaso —la podredumbre, en realidad— del Estado mexicano en materia de seguridad y de justicia. Detenido por primera vez durante el sexenio de Salinas, El Chapo escapó de prisión con Vicente Fox de presidente, primer mandatario ajeno al PRI en casi 80 años. Durante el Gobierno de Felipe Calderón, su sucesor, el narcotraficante fortaleció su empresa. El Chapo aparecía por primera vez en la lista de la revista Forbes.

Calderón nunca lo atrapó. En el juicio, la defensa de El Chapo llegó a acusar a Calderón y al siguiente presidente, Enrique Peña Nieto, otra vez del PRI, de recibir sobornos del cartel de Sinaloa. Capturado en enero de 2016 tras una nueva fuga, su extradición a EE UU coronaba la vergüenza del país.

La segunda fuga fue aún más espectacular que la primera. Dejando de lado el anecdotario —el túnel debajo de un penal de máxima seguridad, los raíles instalados en el túnel, la moto sobre los raíles y el capo saliendo tranquilamente de prisión—, su evasión probaba definitivamente que el Estado, primero con el PAN y luego con el PRI, no quería o no podía mantener incomunicado a su narcotraficante estrella.

En el juicio, el Rey Zambada dijo que su antiguo jefe no tuvo que ver con el asesinato de Posadas, que fue cosa de sus antaño rivales, los hermanos Arellano Félix. De aquellos, unos están muertos y los otros, extraditados.