La moral para el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene dos caras. La de sus adversarios y oponentes, donde todos son inmorales y por tanto corruptos, y la de él, donde nadie es inmoral ni corrupto porque como él no lo es, tampoco el resto. “Somos diferentes”, dice con frecuencia, “no somos iguales”. Sus dos visiones de moral, sin embargo, se mueven bajo los mismos referentes que en el pasado. Su aplicación es discrecional, y cuando se le llega a confrontar con una contradicción, evade. Es lo que está tratando de hacer luego que Carlos Urzúa, en su carta de renuncia como secretario de Hacienda, denunció la existencia de conflictos de interés de “personajes influyentes del actual gobierno”. López Obrador respondió: “Yo no veo conflicto de interés”.

Tampoco lo vio nunca el expresidente Enrique Peña Nieto por el escándalo de la ‘casa blanca’, pero a finales de noviembre de 2014 López Obrador dijo que era “un soborno, un moche” el hecho que una constructora, que hizo obra pública en el Estado de México, hubiera adquirido una residencia para su exesposa. Dijo que con acciones como esa “supuesta” compra de la casa “se está pisoteando, socavando, manchando, degradando la institución presidencial”.

Peña Nieto incurrió en un claro conflicto de interés. Se da cuando un interés personal, familiar, profesional, laboral o de negocios puede afectar el desempeño imparcial y objetivo de sus funciones públicas, y lo limita o le impide cumplir plenamente con sus responsabilidades. Pero también se da cuando provoca la percepción de corrupción que genera ilegitimidad, que es lo que sucedió en el caso de la ‘casa blanca’.

La carta de Urzúa es clara, pero a la vez medrosa, al denunciar los conflictos de interés, sin decir de quién se trata, o de qué se trata. Cuando uno conecta sus reclamos de imposición de personas sin experiencia en el sector hacendario, con influencia en Palacio Nacional que incurre en conflicto de interés, es claro que se refiere al jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, un empresario que es responsable de la banca de desarrollo –contra la ley que le da esa facultad sólo a la Secretaría de Hacienda–, que apoya proyectos empresariales, como podrían ser los personales. También controla a Margarita Ríos-Farjat, jefa del Sistema de Administración Tributaria, donde el sector empresarial es el más revisado de todos por ser el mayor contribuyente.

Pero los conflictos de interés dentro del gobierno de la cuarta transformación no se limitan a Romo. De hecho asombra el número de ellos que se han hecho públicos sin que causen escándalo. Uno muy notorio es el del fiscal general Alejandro Gertz Manero y Javier Coello Trejo, el abogado del exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, revelado por Animal Político y Quinto Elemento Lab. Coello Trejo representó a Gertz Manero en una denuncia penal para investigar la muerte de su hermano. Es decir, tuvieron una relación profesional importante que nunca reveló ninguno de los dos, hasta que fueron descubiertos, y que arroja una sombra de sospecha sobre la imparcialidad y objetividad de Gertz Manero en el proceso que se le sigue a Lozoya. Cuando le preguntaron a López Obrador sobre esto, dijo que le tenía plena confianza al fiscal, que no creía que fuera ilegal, aunque quizás sí moral, dejando esa decisión a su colaborador. Por menos fustigó a Peña Nieto durante más de un año; en esta ocasión, se lavó las manos.

Otro conflicto de interés, público, que no ha causado escozor, fue el nombramiento de Omar Gómez Trejo como jefe de la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el Caso Ayotzinapa. Gómez Trejo es un experto en derechos humanos, pero el haber sido secretario ejecutivo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, que rechazó la versión del gobierno anterior sobre el caso Ayotzinapa, lo coloca en un conflicto de interés. Más allá de la objetividad con la que pueda desarrollar su trabajo, dados sus antecedentes, siempre existirá la sospecha de parcialidad.

Hay otros conflictos de interés, que no han trascendido a la opinión pública, que están generando incomodidad en el gobierno. El más importante es el de José Luis Peña, esposo de la secretaria de Energía, Rocío Nahle, quien está vinculado a empresas que hacen negocios con Pemex. Este conflicto de interés es el secreto a voces más sonoro dentro del gobierno, y el más delicado.

El conflicto de interés se puede resolver notificando a la Función Pública la existencia de un conflicto de interés, como lo hicieron la secretaria del Trabajo, Luisa María Alcalde, los secretarios de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, de Agricultura, Víctor Manuel Villalobos, y de Comunicaciones y Transportes, Javier Jiménez Espriú, y el consejero jurídico Julio Scherer, donde dejaron claro en qué temas tocan esos linderos por cuestiones personales o familiares. Cuando es más tenue la línea, como el caso de Peña, se debe romper el vínculo.

El conflicto de interés pasa por reconocer su existencia y aislarlo para evitar que se convierta en corrupción. El nuevo régimen que está tratando de construir López Obrador está infectado de conflictos de interés, como los señalados, o el nepotismo. La negación absoluta de ello no lo ayuda, ni tampoco el sofisma que todo el gobierno es honesto porque él lo es. Esta realidad, como otras que estamos viendo, lo podría alcanzar con mayor fuerza que a Peña Nieto, porque el número de casos de estas situaciones es mucho mayor de lo que fue en el pasado. Cuidado. Hay que atender los síntomas antes de volverse enfermedad.