Una vez más, Andrés Manuel López Obrador ha engañado con la verdad. La primera señal de que traía una espina clavada contra España se dio durante los preparativos para la toma de posesión en San Lázaro. Alejandro Esquer, secretario particular del entonces presidente electo, revisaba los lugares de los invitados especiales, y cuando llegó al de los reyes de España, dijo que no habría dos asientos para ellos, sino uno. La reina Letizia tendría que sentarse separada de su esposo. Todas las objeciones diplomáticas fueron rechazadas. Finalmente, la reina no viajó a México. La segunda fue en el discurso de los 100 días de gobierno, donde López Obrador anticipó todo en 40 palabras: “Inició el Programa de Rescate del Patrimonio Cultural y de la Memoria Histórica. Este año está dedicado a conmemorar el asesinato de Emiliano Zapata Salazar, así como los 500 años de la primera gran resistencia indígena frente al invasor español”.

No habría que sorprenderse entonces que este lunes, 14 días después de cumplirse 500 años de la Batalla de Centla, donde los chontales –de su tierra Tabasco– se enfrentaron y perdieron ante las tropas del conquistador Hernán Cortés, diera a conocer el contenido de dos cartas, una dirigida al rey Felipe VI y la otra al papa Francisco, donde los exhorta a que ofrezcan perdón por los “agravios” cometidos contra los pueblos originarios, conocidos ahora como violaciones a los derechos humanos, durante la Conquista española. Si alguien quiere burlarse, no lo haga. López Obrador sí cree lo que dice. Su problema no es la honestidad, sino la incongruencia.

Frente a la Corona española y el Vaticano, que den disculpas, porque “todavía, aunque se niegue, hay heridas abiertas”. El problema, que tampoco puede ocultarse, es que se compara con Estados Unidos. Más de 156 intervenciones en México, en el recuento del historiador Gastón García Cantú, forman parte de las heridas infligidas. Incluye la pérdida del 50 por ciento del territorio en la guerra de 1846-48, la ocupación de Veracruz en 1914 para evitar llegada de armas en apoyo a Venustiano Carranza, y la expedición punitiva contra Francisco Villa en territorio mexicano, en 1916, luego de que el jefe revolucionario atacara Columbus, en Nuevo México.

El espejo estadounidense se coloca frente a la reciente visita de Jared Kushner, yerno del presidente Trump y asesor especial a cargo de las relaciones con Israel y con México, al presidente López Obrador. El encuentro fue intenso pero respetuoso, donde Kushner entregó –y lo dijo textualmente, explicaron funcionarios federales– el mensaje de Trump: está en total desacuerdo con la política migratoria de México, porque en lugar de contener a los inmigrantes, los deja pasar. Esa política está contaminando la discusión con los demócratas en Washington, explicó Kushner, y pone en riesgo la ratificación del acuerdo comercial norteamericano. Si el gobierno mantiene esa política, quedó claro, no habrá acuerdo y Trump repudiará el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

López Obrador se dio cuenta que las relaciones con Estados Unidos están en problemas. Tras el cambio de gobierno, fueron degradadas en la Casa Blanca y la ventanilla se envió al Departamento de Estado. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, no es recibido en la Casa Blanca y Kushner tiene un contacto mínimo con él. El secretario de Estado, Mike Pompeo, lleva la relación con él, pero sus prioridades se encuentran en Venezuela –donde la Casa Blanca aún no se siente afectada por la posición neutral de México–, Irán y Corea del Norte. La reapertura de una ventanilla directa entre López Obrador y Kushner fue buena para la relación bilateral, aunque los mensajes recibidos fueran ominosos.

En el encuentro de tres horas con López Obrador, dijo un funcionario mexicano, Kushner expuso que el problema no era con la inmigración hondureña en general, sino con los criminales y los paquistaníes y sirios que, afirman, han aumentado su tránsito por México. El asunto es de seguridad nacional. López Obrador no había visto la dimensión del problema ni lo había atajado en las discusiones de gabinete donde se han confrontado dos visiones antagónicas.

Por un lado, la de la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, principal promotora de dejar entrar a los inmigrantes, que se ha enfrentado con la posición de Marcelo Ebrard, secretario de Relaciones Exteriores, con una visión pragmática del fenómeno. Los argumentos de Ebrard fácilmente desmontan los de Sánchez Cordero, pero el respaldo que le da el subsecretario de Gobernación para Derechos Humanos, Alejandro Encinas, había inclinado hasta ahora la balanza hacia el paso libre de migrantes, protegidos por la Policía Federal. El presidente, hasta la reunión con Kushner, los había respaldado.

Sin embargo, de acuerdo con los detalles de la conversación, esto se acabó. López Obrador instruyó a la Secretaría de Gobernación para que comenzara a contener a los migrantes en la frontera sur. En paralelo, Sánchez Cordero viajó a Washington, donde este martes se reunirá con la secretaria de Seguridad Territorial, Kirstjen Nielsen, para hablar sobre este tema. López Obrador no quiere tener problemas con Trump, pues sabe –ha dicho varias veces en privado– que el único que puede descarrillar a su gobierno y afectar su proyecto es el jefe de la Casa Blanca. España y El Vaticano no le importan.

Pedir que ofrezcan disculpas no le afecta en nada, por ahora, aunque los analistas internacionales lo coloquen en la trinchera de los presidentes Nicolás Maduro, de Venezuela, y Evo Morales, de Bolivia. Felipe VI y Francisco pueden hacer sus reivindicaciones de los pueblos originarios y detonar un conflicto diplomático de la nada, pero con el norte, respeto y subordinación tácita, como nunca nadie se imaginó que lo haría.