Salvo para misántropos como el de la pluma, la historia del hombre es una cadena de esfuerzos más larga que la Cuaresma por lograr vivir y sobrevivir en comunidad, por alcanzar un punto en la convivencia donde las necesidades, deseos, puntos de vista o preferencias diversas —tan variados como los seres humanos— puedan coexistir más o menos en paz.
La intensidad de los esfuerzos ha respondido a las resistencias que se oponen a la manifestación de las distintas preferencias —políticas, sexuales, religiosas o de pensamiento— o que intentan evitar que éstas alcancen un lugar entre los miembros de la sociedad. A veces no se trata sólo de resistencias sino de una oposición abierta y declarada a admitir que hay otro distinto que tiene el mismo derecho de mostrar la diversidad, una diversidad en ocasiones elegida y en otra no, como son las diferencias raciales.
La intolerancia es, entonces, una cuestión de poder, de cómo se ejerce, si existen o no acuerdos para ello y el tipo de sociedad que se pretende lograr con tales características del ejercicio del poder.
Las características más lamentables de la intolerancia aparecen por la resistencia a admitir que hay otro distinto que pone en cuestión una forma de ser ya admitida, una estructura de poder o de pensamiento que logró la aceptación voluntaria o impuesta. ¿Qué otra cosa si no, son los fundamentalismos políticos o religiosos, el racismo, el sexismo, el autoritarismo o la homofobia?
Por eso la tolerancia es uno de los valores fundamentales de la democracia y aunque esto es algo que claman todos los días en sus desiertos los apóstoles del pluralismo, lo cierto es que la intolerancia sigue hoy tan campante como el conejito de las pilas energizer.
El término tolerancia se usa mucho, pero se queda en un nivel muy elemental, como en el de soportar al otro aunque tenga diferencias con mi punto de vista o mi visión del mundo.
La tolerancia es un concepto más complejo, que incluye un proceso de recomposición de mi propio punto de vista para colocar en un cierto lugar las diferencias que tengo con el otro. Por eso creo que nos hemos quedado en un nivel de debate muy elemental: acepto —porque la ley así lo determina y no por otra cosa— que otro piense diferente; pero mi cosmovisión no lo admite y en el momento que sea oportuno intentaré arrebatarle esa opción de ser, de tener un lugar, para que sólo haya otros que comulguen conmigo.
La tolerancia, nos dice Amos Oz, implica también compromiso. Tolerancia no es hacer concesiones, pero tampoco es indiferencia. Para ser tolerante es necesario conocer al otro. Es el respeto mutuo mediante el entendimiento mutuo. El miedo y la ignorancia son los motores de la intolerancia.
La tolerancia, abunda Teresa de la Garza, “es la virtud indiscutible de la democracia, y la intolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de las costumbres y formas de vida”.
La agresión -en realidad una masacre- de la policía sudafricana contra mineros en huelga hace seis años, en la que perdieron la vida 34 trabajadores, es una muestra extrema de intolerancia que antes era propia del apartheid. Ese acto bárbaro borró de un plumazo años de lucha obrera y los acuerdos logrados para normar las relaciones laborales. Es por eso que horrorizaron las imágenes de los policías -hoy negros, ayer blancos- ejerciendo un poder al extremo de segar vidas de hombres que se negaban a aceptar condiciones salariales al gusto de los dueños de la mina. Nos recuerdan que hace años circunstancias parecidas podían pasar como “normales”, porque los mártires de Chicago, los muertos de Cananea y de Río Blanco parecían haber quedado literal y simbólicamente sepultados, pero no fue así.
La sentencia dictada en contra de las jóvenes rusas del grupo Pussy Riot por la cantata anti Putin que ejecutaron en el altar de una iglesia, devolvió a Rusia a los tiempos de las purgas stalinistas y desveló la verdadera naturaleza de los “avances” de la nomeklatura del Kremlin: la libertad de expresión y la libertad de pensamiento post glasnost son una rueda de molino que los herederos de Rasputín pretenden dar en comunión al mundo.
La mazmorra a la que fueron arrojadas las jóvenes gamberras enriquece el cóctel de la intolerancia con una generosa dósis de fundamentalismo religioso. Éste parecía un asunto menor, la cereza del pastel en el cúmulo de irregularidades que ha mostrado el manejo del padrón electoral y le ha permitido al presidente Putin conservar el poder, pero el manotazo fue tan fuerte que las repercusiones están creciendo.
Otro caso espectacular de intolerancia fue protagonizado por la pérfida Albión, cuyo gobierno amenazó hace seis años con tomar por asalto la embajada de Ecuador para detener al fundador de Wikileaks, Julian Assange. Se trató de demostrar –en el mismo espíritu con el que el general Reginal Dyer asesinó a 379 personas e hirió a otras mil 200 con tan sólo mil 620 cartuchos percutidos el 13 de abril de 1919 en el Jalliangwala Bagh de Amristar, India- que el Imperio no tolerará a los levantiscos, en particular si proceden del tercer mundo. Hoy como ayer, la unipolaridad mundial, sin contrapesos para las potencias, mantiene abiertas de par en par las puertas a los excesos de poder.
Un recuento de las muestras actuales de intolerancia no cabría en las breves cuartillas de JdO. La situación en Siria, el desalojo de escuelas en Chile, las matanzas en Noruega y Aurora ejecutadas por asesinos solitarios; el hostigamiento contra minorías desprotegidas, los casi cotidianos hallazgos de entierros clandestinos de migrantes en nuestro país y muchos etcéteras. Si el recuento fuera histórico, la lista no sería larga sino interminable.