La congresista demócrata Nancy Pelosi. J. SCOTT APPLEWHITE AP

Nancy Pelosi, que fue durante años la mujer más poderosa de Washington y se dispone a volver a serlo, es una paradoja andante. Para los republicanos, encarna el epítome del liberalismo de champán californiano. Pero nació en Baltimore, es católica practicante y su primer trabajo fue de ama de casa y madre de cinco hijos. Para los jóvenes activistas que buscan revigorizar su propio partido, hacía los que ella apenas disimula su desdén, Pelosi representa el establishment. Pero lleva tres décadas desafiando a la élite patriarcal de la política americana. Encarna el pasado, pero puede que el futuro del país pase por sus veteranas manos.

Pelosi no gusta a los estadounidenses. Solo un 29% de sus compatriotas tiene una buena opinión sobre ella. Pero pocos discuten que haga bien su trabajo y, a diferencia de otros políticos impopulares, sus 31 años de servicio público están limpios de escándalos. Su mala imagen puede resultar tóxica para su partido, pero los millones invertidos en campaña por los republicanos, en anuncios específicos para machacarla, no lograron frenar la ola azul que ahora ella quiere surfear.

El 6 de noviembre los demócratas recuperaron el control de la Cámara de Representantes. Una nueva remesa de congresistas, femenina, joven y diversa, se dispone a plantar cara al presidente Trump y a preparar el terreno para desalojarlo de la Casa Blanca en 2020. Ese es el objetivo. Todo lo demás -la estrategia, los tiempos, el tono, la persona- está por decidir.

Desde que la ola azul era apenas una leve ondulación en el horizonte, Pelosi lleva maniobrando para recuperar el puesto de presidenta de la Cámara baja que ocupó entre 2007 y 2011. Eso la convertiría en la tercera autoridad del país y en el contrapeso a un presidente al que se ha referido como “un hombre muy peligroso”. ¿Pero está en la misma página que su partido?

A sus 78 años, esta puede ser la última gran batalla política de Pelosi. Pero es el primer asalto en el combate de los demócratas para evitar un segundo mandato de Trump en 2020.

Pelosi, que lleva 16 años al frente del grupo parlamentario demócrata, es una trabajadora incansable. Una experta en la aritmética legislativa, maestra en encontrar el mínimo común denominador entre las bancadas. Pero hay quien piensa que esas virtudes de poco sirven ante un errático presidente que ha acabado con la tradición del compromiso entre partidos. En juego está decidir cuál debe ser el papel del poder legislativo como contrapeso del presidente. O cómo trasladar a la moqueta de la Cámara de Representantes la resistencia que la calle expresó en las urnas.

A diferencia de la mayoría de los otros grandes congresistas de la historia, Pelosi es mujer. Como la mayoría de ellos, es blanca, pero ha peleado como pocos por el peso de las minorías étnicas en la Cámara. Es rica. Posee una mansión en un vecindario de lujo de San Francisco y hasta unos viñedos en el valle de Napa. Pero es más liberal que la mayoría de sus actuales compañeros de bancada. Encarna la continuidad. Pertenece a la generación que muchos quisieron dar por enterrada con la derrota de Hillary Clinton. Como ella, Pelosi es una candidata sobradamente preparada. Pero quizá eso no es suficiente en un circo político que tiene a Trump como maestro de ceremonias. He ahí los mimbres para el debate en un partido cohesionado por su rechazo al presidente, pero dividido en mucho de lo demás.

De momento, 16 legisladores firmaron este lunes una carta en la que agradecen a Pelosi los servicios prestados pero consideran que debe dejar paso a alguien nuevo. Defienden que su continuada presencia en lo más alto de la jerarquía demócrata cierra el paso a líderes jóvenes capaces de renovar la estructura. De su proverbial arte en el manejo del partido da fe la destreza con la que Pelosi ha ido neutralizando sigilosamente la ofensiva.

El martes, la congresista Marcia L. Fudge, que estudiaba presentarse como alternativa, dio su apoyo a Pelosi. El miércoles, otro legislador hasta entonces abiertamente crítico, Brian Higgins, hizo lo propio y retiró su nombre de la lista. El mismo día, la figura más influyente de los demócratas, el expresidente Barack Obama, advertía de que no iba a inmiscuirse en asuntos internos de la Cámara, antes de expresar su apoyo a “una de los líderes legislativos más efectivos que este país ha visto nunca”. Hasta la joven Alexandria Ocasio-Cortez, rutilante estrella en la galaxia opuesta a lo que representa Pelosi dentro del universo demócrata, la respaldó a regañadientes. “Apoyaré al candidato más progresista que lidere el partido, y ahora mismo esa es Nancy Pelosi”, dijo, sabedora de que, hoy por hoy, los rebeldes ni siquiera cuentan con candidato.

Aún así, podrían tener los números para frenar a Pelosi cuando el grupo parlamentario vote esta semana, o cuando el pleno de la Cámara se pronuncie el 3 de enero. Eso, si ninguno de los congresistas republicanos sigue el consejo de Trump y vota por ella. Porque Pelosi, he aquí otra muestra de su capacidad de tender puentes, ha logrado la proeza de poner de acuerdo a Obama y a Trump. “Puedo conseguir para Nancy Pelosi todos los votos que ella quiera para que se convierta en presidenta de la Cámara. Se merece esta victoria, se la ha ganado, pero hay algunos en su partido que están intentando apartarla. Ella ganará”, tuiteó el presidente republicano.

Puede que piense que su presencia beneficia a los republicanos, o puede haber influido en Trump el hecho de que Pelosi ha dejado claro que su prioridad no será promover su impeachment. “Hay quienes quieren perseguir el impeachment o abolir la agencia federal de deportaciones, dos temas ganadores para nosotros, ¿verdad? ¿En los distritos en los que tenemos que ganar?”, ironizaba Pelosi en una entrevista en The New York Times. “Si la evidencia de Mueller [el fiscal especial que investiga a Trump por la trama rusa] es concluyente, debería serlo también para los republicanos, y ese podría ser el momento de la verdad. Pero no es ahí donde estamos ahora”.

Ahora, según Pelosi, es momento de dejar atrás la retórica divisoria de la campaña y legislar. La idea es que, a pesar de las previsibles turbulencias por investigaciones del Congreso, ambos partidos tienen motivos para trabajar juntos: dos años de bloqueo legislativo, con una cámara en manos de cada formación, pueden alienar a los votantes moderados, que los demócratas tienen en la diana de cara a 2020. El acuerdo comercial con México y Canadá, el precio de los medicamentos o la inversión en infraestructuras son algunos de los temas donde a priori cabría un entendimiento entre las dos bancadas.

Al mismo tiempo, los demócratas deberán cuidarse mucho de no proporcionar a Trump victorias políticas. Y no perder de vista el objetivo final: convertir la confianza expresada el 6 de noviembre en las urnas en una victoria en 2020. Antes, la identidad del partido deberá definirse con el proceso de elección de candidato. La decisión sobre Pelosi será un suculento aperitivo.