Yo no soy experto en seguridad; sé de la guerra y sus efectos. Foto: Cuartoscuro.

“Hay golpes en la vida tan fuertes…Yo no sé.

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma… Yo no sé”.

César Vallejo

No podemos tolerar que se siga derramando sangre en México. Que se siga convirtiendo a nuestro país en una gigantesca fosa clandestina. 250 mil muertos, 45 mil desaparecidos, más de 300 mil desplazados, centenares de miles de familias desquebrajadas por la violencia en sólo 12 años, en los 12 años infames de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Esto nos impone el deber ineludible de actuar de inmediato y de manera radical para poner fin a la guerra, para poner fin a esta masacre frente a la que nadie puede pretenderse ajeno, ante la que nadie puede sentirse a salvo.

La violencia -conviene cobrar plena consciencia de este hecho- está siempre a la vuelta de la esquina, nos acecha continuamente, acecha a los que amamos. Ante ella no hay lugar seguro, refugio impenetrable. Con la guerra sucede que cuando está lejos no se siente, pero cuando se siente es siempre demasiado tarde. Ha tocado ya, con sus largas y oscuras manos, a millones de mexicanas y mexicanas desgajando sus vidas. Nos ha rozado a todos de alguna manera. Las heridas por ella abiertas habrán de tardar generaciones en cerrarse.

Yo estuve en la guerra 12 años, en otras guerras, en otros países. La conozco de cerca. Sé que es “un monstruo grande y pisa fuerte”. He estado al pie de muchas fosas clandestinas mirando a las madres desenterrar a sus hijos. He visto los cuerpos deshechos a balazos, reventados por los explosivos. Tengo tatuadas en mi memoria las imágenes de los niños que fueron masacrados en El Mozote y de los que despavoridos huían de un bombardeo. Yo entré a la morgue de Sarajevo y me perdí entre esas pilas de cuerpos (pilas iguales a las que en tráileres recorren nuestro país), hasta derrumbarme ante el cadáver de un niño de unos seis años, de un ángel muerto, de un ángel asesinado.

Sé cómo se siente el miedo cuando comienza el tiroteo. Cómo hiende el aire la onda expansiva. He mirado de frente “los vertiginosos ojos claros de la muerte” y no temo ante ella decir las verdades que es preciso gritar en los tiempos de guerra. Maldigo a gobernantes y generales que, sin escuchar el silbido de un tiro, desde sus oficinas blindadas, enarbolando banderas manchadas con la sangre de otros, mandan a los jóvenes a matar, a morir.

Desde el momento en que Felipe Calderón, disfrazado de general, nos impuso la sangrienta e inútil guerra contra el narco –una guerra perdida de antemano- alcé la voz para condenar su cruzada. Dije entonces que el despliegue masivo de tropas provocaría una catástrofe humanitaria y ética en nuestro país, y que terminaría de descomponer al ejército –ya tocado por la corrupción y habituado a la impunidad- y de fortalecer y hacer más asesinos todavía a los cárteles de la droga. Así sucedió. El precio que pagamos todos fue y sigue siendo muy alto y doloroso.

Dije también -y lo repetí cada viernes en mi columna en Milenio y en todos los foros en los que me fue posible participar- que el ejército se movería entre la población como elefante en cristalería y que habrían de aumentar exponencialmente las llamadas “bajas colaterales”. La población civil quedaría atrapada entre dos fuegos. Escribí también sobre el efecto que la presión ejercida por el megalómano Calderón y sus generales sobre los mandos en el terreno; con el afán de obtener resultados, se desataría una ola de asesinatos, masacres y violaciones a los derechos humanos perpetrados por miembros de la fuerza armadas.

La droga, también dije, no cesaría –no ha cesado- de pasar al norte y los dólares y las armas al sur, y la guerra sería –falta abrir esa caja de Pandora- una oportunidad de negocios ilícitos para gobernantes y jefes policiacos y militares corruptos. En una entrevista televisiva con Julio Hernández dije también, hace apenas unos meses, que el Ejército mataba masivamente, la Policía Federal masacraba a lo pendejo y la Marina, siguiendo los lineamientos de la CIA, tenía un programa de ejecuciones selectivas.

Se fue Calderón bañado en sangre y con los bolsillos llenos de dinero. Ya se va Peña, luego de haber seguido sus pasos, de engrosar las cifras de asesinados y desparecidos y consumar el saqueo de la nación. Se van también los generales y almirantes que no tuvieron el coraje de alzar la voz contra las órdenes criminales dictadas por estos dos últimos comandantes supremos de las fuerzas armadas Se van dejando un legado de dolor y sangre, instituciones demolidas hasta sus cimientos y amplias zonas del país sin policías y totalmente desprotegidas. En este país, con más de un millón de víctimas que sufren las consecuencias de una guerra impuesta y unas decenas de miles de victimarios que gobiernan, es preciso invertir los papeles. Que sean hoy las víctimas las que manden.

No me gusta que el ejército siga en las calles pero, aquí mismo lo escribí hace unas semanas, sé que este país vive una trágica paradoja: si los militares no regresan a sus cuarteles no habrá paz, pero si lo hacen, habida cuenta de que no hay policías, no habrá seguridad. Lo que determina la actuación de un ejército es la doctrina y la misión que se le ordena. Calderón y Peña le ordenaron hacer la guerra, aniquilar a cualquier costo al “enemigo”, armarse hasta los dientes y lo usaron para reprimir al pueblo.

Andrés Manuel López Obrador, quien habrá de ser el nuevo Comandante Supremo sin delegar responsabilidades ni someterse ante generales y almirantes, con su Plan de Paz y Seguridad ha cambiado la doctrina y la misión de las fuerzas armadas. No estarán ya los militares en pie de guerra deben, al contrario, brindar seguridad a la población y apoyar en las tareas de construcción de paz que habrán de emprenderse a partir del 1 de diciembre. Son ahora las víctimas las que mandan y soldados y marinos los que deberán obedecer. No se trata ya de aniquilar al enemigo sino de desmantelar sus fuentes de financiamiento y sobre todo de erradicar la corrupción, porque es la corrupción la que engendra al crimen organizado.

López Obrador, que ya se deshizo del Estado Mayor Presidencial, sustituye a las unidades de combate desplegadas en el territorio por unidades de la policía militar y naval y las complementa con una Guardia Nacional que, si bien tendrá organización e instrucción militar, estará formada por 50 mil jóvenes que no serán ni soldados ni marinos ni estarán adoctrinados para aniquilar al enemigo.

En El Salvador, al final del proceso de negociación con el que culminó una guerra de más de doce años, militares, guerrilleros y nuevos reclutas de la población civil integraron la Policía Nacional Civil que ha sido, desde entonces, garante del cese al fuego y de la democracia. Nos toca cuidar muy de cerca a la nueva Guardia Nacional, hacer cuanto sea posible para seguir el ejemplo de Costa Rica que formó un cuerpo similar después de disolver su ejército. Muchos dicen que López Obrador pretende militarizar el país. Yo por el contrario creo que avanza en dirección contraria y que, de tener éxito su plan, algún día las fuerzas armadas serán innecesarias en nuestro país.

Yo no soy experto en seguridad; sé de la guerra y sus efectos. Los he sufrido, los sufro todavía. Los años no te quitan el miedo, no te borran la memoria. No quiero más guerra para mi patria. Sé también que la paz sólo puede ser fruto de la justicia y de la equidad. Que los jóvenes necesitan oportunidades y los viejos tienen derecho a una vida digna. Que la única guerra que es lícito librar es la que debemos librar contra la pobreza y que hay que tender puentes sin dejar de escuchar a las víctimas. Todo eso, por lo que he luchado y seguiré luchando, está en el Plan de Paz y Seguridad de Andrés Manuel López Obrador. También está en ese plan la presencia de los militares en las calles -algo que reconozco como necesario pero ante lo cual no dejaré de oponerme- pero con otra misión, ante un horizonte distinto y bajo las órdenes de un nuevo comandante al que 30 millones de mexicanas y mexicanos dimos la orden de poner fin a la masacre.

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