El lunes se peleó con las universidades públicas. El martes les dijo “mantenidos” a los gobiernos anteriores por haber cobrado salarios vigentes en la administración pública. El miércoles lo acusó de espionaje y prometió que daría a conocer sus abusos. Qué pasará el jueves, nadie lo sabe. El presidente López Obrador así es. Dice, se desdice; rompe puentes y luego, con el discurso, trata de repararlos. Por casi cinco meses le dio a golpes retóricos al sector privado y luego les pidió ayuda para financiar sus programas sociales. Agradeció por todo el país a quienes votaron por él, pero se ha dedicado a purgar toda la burocracia para que sólo los morenistas trabajen con él. Al Gulag, todo lo que sirvió a gobiernos anteriores. La pureza es el eje de su proyecto, donde el cambio de régimen cabalga sobre la renovación moral, donde todo es polar: quienes no estuvieron con él son marcados como reses con el sello de corruptos e impuros; para los que sí le fueron fieles, el paraíso de la cuarta transformación.

López Obrador tiene problemas con su belicosidad. No logra transitar de la agitación social a gobierno, ni ha logrado su primera transformación, de candidato sempiterno a presidente. Si quiere ser un buen presidente, debe buscar la conciliación y reconciliación nacional, gobernante para todos, no para quienes considera que son el pueblo bueno, que lo apoyan incondicionalmente, mientras considera adversarios a quienes disienten de él, y los estigmatiza.

El discurso que lastima lo ha utilizado toda su vida, polarizando Tabasco cuando perdió la gubernatura, y la Ciudad de México, cuando llamó a quienes reclamaban seguridad “pirruris”, y en sus campañas electorales, donde los buenos luchaban junto a él, mientras el resto eran los deshonestos que lastimaban al pueblo. Ese discurso enfrentó y dividió a familias, donde no se podía hablar de política en la mesa porque la confrontación sudaba la piel. Poco ha cambiado, sigue en la dicotomía de su narrativa de los ricos contra los pobres, los corruptos contra los impolutos, los que defienden los privilegios y quienes quieren derruirlos. No hay matices ni grises. Es absolutista y desprecia a quienes no creen en la cuarta transformación, o critican las simulaciones donde es campeón de campeones.

Como botones de muestra, cambiar su repudio a las Fuerzas Armadas a colgarse de ellas para que combatan criminales, inquietó a los expertos, pero el perdón de sus gobernados es superior a cualquier crítica. Eliminar presupuestos de género, cancelar el 85 por ciento de los recursos para el Fondo de Desastres Naturales, estimular el desarrollo de combustibles fósiles mientras desmantela las protecciones al medio ambiente, navegan sin cuestionamientos.

Todo se puede en la cuarta transformación porque la hacen los puros que hablan con la Madre Tierra, cuyo diálogo metafísico permite, porque se lo perdonan también millones de mexicanos, iniciar el gran proyecto de infraestructura del sexenio, el Tren Maya, noble iniciativa destinada, financiera y turísticamente, al fracaso. Violar promesas, como mantener el presupuesto para las instituciones públicas, es fácil, porque las remplazará con 100 universidades que impartirán, cada una, no más de dos carreras aplicadas en las zonas marginadas del país.

Por las mejores razones posibles, el camino iniciado es el achatamiento del país. Salarios bajos para los funcionarios públicos, porque pagándoles mucho no mejoró la nación, llevará a la pauperización del servicio público. Ayuda asistencialista a adultos mayores y niños discapacitados, altamente noble, construida a costa de inversiones productivas. Programas ambiciosos como la ayuda a los ninis, sin revelar sus reglas de operación, que provocará nuevas tensiones y descalificaciones. Grandes inversiones petroleras, que cuando empiecen a dar resultados el mundo estará en la lógica de la energía alterna, ignorada por el presidente en su presupuesto.

No importa. Las críticas no le llegan. Tiene bajo su control el Congreso y lo que está fuera de él, como los organismos autónomos, los está deshidratando. No los acabará por decreto, sino de inanición. El doble estándar del presidente se resuelve con actos de fe y pleitos de barrio. A quien no le guste, como les dijo a los burócratas, que se vayan a buscar empleo a otra parte. La exclusión sobre la negociación, porque el arte de construir no tiene cabida en la cuarta transformación.

El polpotismo de terciopelo se tiene que instaurar rápidamente, mediante el genocidio político de todo lo que fue durante los casi 40 años donde establece López Obrador el periodo para la purga. Lo que viene es el adoctrinamiento. Aquellos jóvenes que quieran acceder al servicio público, tienen que pasar exámenes de ingreso donde les piden –violando la ley– que revelen por quién votaron y qué piensan de los programas del presidente. Huelga decir: ante cualquier asomo de mínima visión independiente y observación crítica, las gracias por participar, y se cancela su ingreso para la fábrica que está construyendo un nuevo régimen.

La transformación requiere de la fuerza de la idea y del discurso. López Obrador tiene de sobra ambos. Frente a la oposición, el vituperio y el ostracismo. Ante la razón, el sofisma. Rey del silogismo, López Obrador siempre tiene el combustible para reforzar el impulso de sus palabras y acciones, la belicosidad de su retórica. Le irá bien hasta que le vaya mal. Le irá mal si las cosas no le resultan como las planea. Pero si funciona, entonces qué importa si tiene un país dividido y confrontado. La reconciliación se dará mediante la sumisión. La turba será su herramienta más poderosa. Ya se está viendo cómo la está trasladando de las redes sociales a las calles. Y esto apenas comienza.