“Nada personal, son solo negocios”. Foto: Cuartoscuro.

Washington, D.C.— México perdió su virginidad energética en 2013, cuando el Senado mexicano aprobó la iniciativa de Enrique Peña Nieto para abrir la industria de hidrocarburos al capital privado nacional y extranjero. Los peñistas argumentaron que no era una forma de “privatización” de los recursos petroleros sino un modelo de “utilidad compartida”.

Llámese como se quiera, el hecho es que bajo la reforma, de las más impopulares del peñismo, se entregó en bandeja de plata la industria petrolera a Carlos Slim, Alberto Bailleres y Carlos Hank Rhon, así como a petroleras de la talla de Exxon Mobil, Chevron y British Petroleum. Considerada uno de los mayores logros del sexenio que se agota, la apertura petrolera hizo realidad lo que George Bush padre y poderosos grupos de interés no lograron en la primera negociación del TLCAN en los noventa.

En 1992, el gobierno de Bush pidió cambios en el marco regulatorio que erosionaran el control absoluto que tenía el Estado mexicano sobre los recursos energéticos. Carlos Salinas dijo no. La presión de la creciente fuerza de la oposición liderada por el hijo del presidente que nacionalizó el petróleo redujo el campo de maniobra política de los negociadores mexicanos. El proceso se alargó. El embajador John Negroponte explicó a Bush que el petróleo era un tema delicado y políticamente explosivo, y que quizá ningún gobierno mexicano podría sobrevivir si lo incluyera en la negociación del TLCAN. (EL EMBAJADOR, Planeta, 2013).

En agosto de 1992, Jaime Serra Puche informó en esta capital que pasada la media noche habían concluido las negociaciones del TLCAN. Cansado, pero sin ocultar su euforia, sostuvo que, como prometió Salinas, el tratado se había adecuado 100 por ciento a la Constitución y no la Constitución al tratado. Se cumplieron los famosos “cinco no” de Salinas: no a la inversión en exploración, producción y perforación petrolera; no a los contratos de riesgo; no a la clausula de seguridad de abasto; no a la importación de gas fuera de Pemex y no a la apertura de gasolineras extranjeras. Con todo, las compras a Pemex y la CFE no se salvaron. Bajo el TLCAN, 50 por ciento de las adquisiciones de las paraestatales fueron reservadas para las empresas estadounidenses y canadienses, porcentaje que aumentó a 70 por ciento en 2002 (El Financiero, 03/08/1992).

Veinte y seis años después, Andrés Manuel López Obrador celebró la conclusión de la actualización del TLCAN porque, “quedó a salvo” la soberanía mexicana y México “se reserva el derecho de reformar su Constitución, sus leyes en materia energética”.

En efecto, el Capítulo 8 sobre energía garantiza el respeto a la soberanía de México sobre el petróleo y reafirma la “propiedad directa, inalienable e imprescriptible” sobre el petróleo y los demás hidrocarburos. Reconoce el derecho soberano de México a regular y modificar sus leyes, “incluso la Constitución”. Certificar explícitamente esos derechos fue resultado del trabajo de los representantes de AMLO en la negociación.

Cabe señalar, sin embargo, que los trumpistas nunca se fijaron el objetivo de obligar a México a cambiar su marco legal. La reforma energética se encargó de eso. La apertura de los hidrocarburos al capital extranjero mitigó la sed histórica de las multinacionales y volvió letra muda la petición de Bush de hace cinco lustros.

Paradójicamente las grandes petroleras también aplaudieron el capítulo sobre energía aunque por otros motivos a los de López Obrador. El nuevo TLCAN—reetiquetado por Trump “Acuerdo Estados Unidos México Canadá” (USMCA, por sus siglas en inglés), y rebautizado por Ildefonso Guajardo, “Acuerdo México, Estados Unidos, Canadá”, o AMEC–brinda certidumbre jurídica y se compromete a respetar los compromisos asumidos por México con multinacionales petroleras e inversionistas en el sector energético. Es decir, hace irrevocables los 105 contratos firmados por el gobierno de Peña.

Aunque López Obrador ha dicho que los convenios no serán derogados, para la industria petrolera trasnacional-que no ocultó su nerviosismo por la retórica contra la reforma energética de AMLO durante la campaña—es mejor prevenir que lamentar. Presionado por Estados Unidos, México aceptó la permanencia de una clausula “inversionistas-Estado” mediante la cual empresas petroleras, gaseras, de electricidad, telecomunicaciones e infraestructura pueden demandar al gobierno de México en tribunales extranjeros. En el hipotético caso de que el gobierno de México quiera abolir compromisos petroleros o de otra índole, correría el riesgo de ser enjuiciado. La clausula excluye a Canadá que la rechazó.

En resumen, el capítulo sobre energía del AMEC da a las empresas petroleras trasnacionales y a López Obrador lo que cada uno quería: blindaje jurídico para sus multimillonarias inversiones y reconocimiento de la propiedad del Estado mexicano sobre el petróleo. Ni más ni menos. “Nada personal, son solo negocios”, sugirió Trump cuando anunció triunfante el fin de la negociación. Lo mismo decía Don Corleone.

Twitter: @DoliaEstevez

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