Este sábado se cumplirán tres décadas del asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta, quien era candidato a la Presidencia de la República por el Revolucionario Institucional cuando la postulación a nombre de este partido significaba el virtual arribo a Los Pinos.
Preso continúa el ejecutor formal de tal asesinato, Mario Aburto Martínez, a pesar de que este sábado habrá cumplido con los 30 años de cárcel que como máximo término imponía la ley estatal aplicable a un homicidio en Baja California (aunque el gobierno de Carlos Salinas de Gortari impulsó que se le aplicara la federal, que contempla una penalidad mayor).
Pero, a pesar de las fiscalías especiales, los estudios forenses, los tomos de declaraciones y versiones, las investigaciones policiacas y las diversas hipótesis formuladas (el asesino solitario, el segundo tirador, el complot, entre otras), lo único que persiste es la amplia percepción de que en el proceso de búsqueda de la verdad sobre lo sucedido en Lomas Taurinas se impuso una poderosa voluntad que enmarañó y escamoteó cuanto pudo para impedir que se llegara a conclusiones socialmente aceptables y jurídicamente sólidas.
La única voluntad poderosa de aquella época era la de Carlos Salinas Gortari, el ocupante de Los Pinos que en su último año de gobierno vio fracturarse el historial que suponía lo coronaría como principal instalador del neoliberalismo económico en el país, con el fundacional Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos como supremo galardón. 1994 vio entrar en vigor dicho TLC, pero también la declaratoria de guerra del neozapatismo y los asesinatos de Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu, ex gobernador de Guerrero, entonces secretario general del PRI, que había estado casado con Adriana Salinas de Gortari.
Nunca se ha podido establecer la autoría intelectual del magnicidio y la sentencia en firme, ya cumplida, establece que no hubo maquinación distinta a la que en términos absolutamente personales habría realizado Aburto Martínez.
A las especulaciones dirigidas hacia Los Pinos se solía responder aduciendo que el propio Salinas de Gortari había sido dañado políticamente por la desaparición del candidato sonorense, al que personalmente había cuidado y enfilado el Presidente, que se habría quedado sin su pieza preferida y hubo de optar por la única carta legalmente subsistente para asumir el relevo, Ernesto Zedillo Ponce de León, quien luego se rebeló contra el dedo decisorio y encarceló al hermano Raúl e hizo que el propio Carlos se autoexiliara.
Dos personajes en aparente segundo plano destacan en el tejido de poderes que dieron marco al magnicidio: Raúl Salinas de Gortari, señalado con insistencia como la parte mercantil de la familia, relacionado con instancias de diversa índole, incluso las más oscuras, que solían ofrecer financiamientos para campañas que Colosio habría rechazado o no apreciado, y José María Córdova Montoya, el jefe de la oficina de la Presidencia que se caracterizaba por el sigilo intrigante y la perfidia operativa y que hacía equipo con Zedillo, el ganador final de esta historia.
El colosismo, como corriente política, se fue extinguiendo con rapidez: si acaso, el padre de Luis Donaldo fue senador; Armando López Nogales fue gobernador de Sonora y, con una habilidad zigzagueante, Alfonso Durazo Montaño ocupó la secretaría particular con Vicente Fox y luego se sumó a la larga carrera de López Obrador, con quien Durazo ha logrado diversos cargos, el de gobernador de Sonora actualmente. La estafeta heráldica de ese colosismo ha sido retomada, en todo caso, por su hijo, dentro de Movimiento Ciudadano.
Ahora, como a lo largo de estas tres décadas, subsisten las preguntas centrales: ¿alguien con gran poder, el máximo institucional o el fraterno porcentual, tomó la decisión de eliminar a Colosio?, ¿ese gran poder hizo lo que se hace en estos casos: enredar y enredar, entre más hilos mejor, para terminar instalando judicialmente una versión que no fuera incómoda? ¡Hasta el próximo lunes!
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