Andrés Manuel López Obrador presenta este lunes una batería de reformas constitucionales tan amplia que más parece un programa de gobierno propio de inicios del sexenio. Para su aprobación necesita una mayoría de la que no dispone en el Congreso, de modo que necesitará el beneplácito de la oposición, enredada en una trampa para elefantes. Si los adversarios dicen no tendrán que vérselas con los votantes nada menos que en plena campaña para acudir a las urnas el 2 de junio. Si dicen sí puede que no les guste a los suyos y, en todo caso, se presentará como un éxito del presidente. Difícil coyuntura. Si hace unas semanas el PAN, PRI y PRD anunciaron que serían un férreo escudo contra las iniciativas presidenciales, ahora han cambiado el mensaje. ¿Quién se atreve a decir que no a la consagración constitucional de un aumento de las pensiones y su presupuesto? ¿Quién puede rechazar que los trabajadores tengan una jornada semanal de 40 horas en lugar de 48? Nadie en su sano juicio electoral. Los tres partidos aliados contra Morena ya han dicho que estas dos medidas pueden contar con su voto a favor.
Lo que antes parecía un encono del presidente para sacar por las buenas o por las malas sus reformas antes de concluir el mandato, ahora se ha convertido en una jugada maestra electoral. El paquete de reformas tendrá que debatirse en las próximas semanas, cuando la panista Xóchitl Gálvez dispute en campaña hasta el último voto a la candidata morenista Claudia Sheinbaum, muy por delante en las encuestas políticas. López Obrador tendrá entonces en el Congreso un sinfín de debates públicos abiertos con los que pretende no solo garantizar constitucionalmente el 100% del salario del trabajador para su pensión de jubilado así como la reducción a los 65 años para cobrarla, o rebajar a 40 horas semanales la jornada laboral. También presenta una reforma de las consultas ciudadanas para que baste con un 30% de participación para obtener un resultado vinculante; la elección de los jueces y magistrados por voto popular, que ya ha calentado durante meses acusando a estos funcionarios públicos de estar en el lado del privilegio y alejados del pueblo llano; el aval constitucional para que no se reviertan las ayudas sociales, uno de los puntos fuertes de este gobierno cara a las elecciones; una modificación de la ley electoral fácil de vender a la ciudadanía porque retira recursos a la clase política y hace ver como inservible el Tribunal Electoral mientras resta peso al INE, lo mismo que retirar el fuero al presidente de la República, medidas de alto calado popular o populista, según quién lo califique; el salario mínimo siempre por encima de la inflación; la extinción de los organismos autónomos, tachados también de costosos e inútiles; la reforma de la ley eléctrica, el traslado de la Guardia Nacional bajo mando militar o la prohibición constitucional del consumo de fentanilo, entre otras.
Los analistas y la oposición ya han salido a decir que estas reformas son un programa electoral encubierto, una injerencia en la campaña inadmisible por parte del presidente. Alguno ha querido ver en las iniciativas cierto nerviosismo por parte de Morena, si no para conseguir ganar la presidencia, que parece un terreno fácil, sí por la necesidad de conquistar mayorías suficientes en el Congreso que les garanticen un último año cómodo que deje sólidos cimientos al siguiente gobierno. No hay nada más eficaz para hacerse con el voto que decirle a los ciudadanos que la oposición no deja gobernar al partido ganador, que no le permite subir las pensiones, por ejemplo. Conscientes de ello, Gálvez y los priistas se han apresurado a declararse a favor de algunas reformas. Pero los titulares en los medios de comunicación todavía no pueden ser de su gusto: algunos mencionan que se han “unido” al presidente, mientras López Obrador se jacta de la “desesperación” de sus adversarios, que les obliga, dice, a votar a favor de algunas de sus medidas. Y a analizar otras.
A menudo se menciona que a la ciudadanía no le complace el juego político maniqueo que obliga a un bando a decir una cosa y al adversario a posicionarse sistemáticamente en contra. Pero las campañas electorales requieren de mordiente, colmillo afilado para movilizar a los votantes, pelea, posiciones claras y encontradas. Y estas reformas presidenciales ponen contra las cuerdas a los partidos de oposición, ya de por sí en una débil situación ideológica debido a la disparidad de criterios entre los aliancistas, cuyo denominador común únicamente es su repudio al presidente del Gobierno y su partido, Morena. Además, no dejan de pelearse entre ellos por las candidaturas. Estar en el gobierno es como jugar en casa, siempre aporta alguna ventaja. De modo que la oposición tendrá que elegir muy bien en qué momento ceder y en cuál reforzar los ataques para evitar las críticas de propios y ajenos y sacar partido a la melé política. Los mismos equilibrios deberá demostrar Movimiento Ciudadano y su candidato Jorge Álvarez Máynez. Hoy, como hace seis años, se enfrentan a un presidente carismático que ha prometido desaparecer de la vida pública cuando su mandato concluya, pero ni un minuto antes.
Si la campaña se preveía escasa de sal, porque la oposición solo encuentra enfrente una candidata oficialista cerrada en su campo al socaire de la ventaja en los sondeos, estas reformas pueden animar la contienda. Y también ensuciarla. No faltarán las críticas al gobierno por sus interferencias en el juego electoral y el debate puede llenarse de denuncias ante el árbitro. Pero las iniciativas presentadas a las Cámaras son de tal calado que se prevén más ruidosas que la propia campaña. El combate público que puede decidir el voto de los ciudadanos se desarrollará también en el ámbito legislativo.